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Juan Pablo II profesaba la herejía de la salvación universal.

"EL ITINERARIO TEOLÓGICO DE JUAN PABLO II HACIA LA JORNADA MUNDIAL INTERRELIGIOSA DE ORACIÓN POR LA PAZ EN ASÍS" - Por Johannes Dörmann - Primera parte: "Desde el Concilio Vaticano II hasta la elección papal."

SOBRE EL AUTOR.

Johannes Dörmann, nacido el 27 de diciembre de 1922, luego de sus estudios de matemáticas y física, de filosofía y teología, es ordenado sacerdote en la archidiócesis de Colonia. Durante sus años de ministerio parroquial como vicario y luego como párroco, estudió misiología en Münster y también etnología, etnosociología y ciencia de las religiones en Bonn y Basilea.
Se doctoró en 1964 y obtuvo en 1966 el profesorado universitario en ciencias religiosas y misiología. Desde 1966 a 1970, maestro de conferencias y desde 1970 a 1984, profesor en ciencia misional y religiosa en la Universidad de Münster, en Westfalia. Fue nombrado en 1976 director del Instituto de Misiología en dicha Universidad. Enseñó también como profesor en la Facultad de Teología de Paderborn desde 1969 hasta 1975. Desde 1984 es profesor emérito.

Una excelente reseña de la obra en lengua francesa, por los dominicos de Avrillé:

isidore.co/…théologie de Jean-Paul II et l'esprit d'Assise.pdf

PREFACIO.

En este primer libro de una serie de tres volúmenes he recurrido a tres artículos publicados en Theologisches y he continuado lo allí comenzado. Las críticas que entretanto han aparecido, no me han dado motivo para correcciones.
Las objeciones formuladas provenían en su mayor parte de textos que aún no han sido analizados por mí, pero que más adelante serán discutidos. En esa ocasión trataré las objeciones.
El segundo volumen tratará las grandes encíclicas dogmáticas de Juan Pablo II: Redemptor Hominis (II / 1), Dives in misericordia (II / 2) y Dominum et vivificantem (II / 3). Y el tercer volumen, los viajes pastorales del Papa a Africa y a Asia, en tanto se encuentran estrechamente vinculados con el acontecimiento de Asís y las declaraciones oficiales efectuadas inmediatamente antes y después del encuentro de oración. Sólo la consideración de un abundante material de textos permite señalar claramente las grandes líneas de la teología y del Pontificado de Juan Pablo II.
Se trata, en primer lugar, de entender verdaderamente al Papa. Este era también el objetivo de mi publicación «La única verdad y las numerosas religiones. Asís: comienzo de una nueva época» (Respondeo 8, Josef Kral, 8423 Abensberg 1988, publicado por Johannes Bockmann). Ahí he tratado de exponer, mediante un análisis preciso, el contenido teológico del «acontecimiento de Asís». Las repercusiones de este «modelo» se ponen de manifiesto en todo el mundo en los encuentros que son su continuación y sus imitaciones.
En los «libretos para las ceremonias del Domingo de las Misiones de 1989» preparados por MISSIO de Aachen y MISSIO de Munich, que fueron enviados a todas las parroquias de la ex-Alemania Occidental, se propone para la «Misa parroquial del Domingo de las Misiones de 1989» la siguiente oración (pág. 17):

«Alabado seas Señor, Dios de Israel,
Tú conduces por terrenos impracticables,
Tú liberas de la servidumbre y la opresión,
Tú prometes un nuevo mundo.
Alabado seas Señor, Dios de Mahoma,
Tú eres grande y augusto,
Tú eres inconcebible e inaccesible,
Tú eres grande en tus profetas.
Alabado seas Señor, Dios de Buda,
Tú habitas en las profundidades del mundo,
Tú vives en cada hombre,
Tú eres la plenitud del silencio.
Alabado seas Señor, Dios de África,
Tú eres la vida en los árboles,
Tú eres la fuerza del padre y de la madre,
Tú eres el alma del mundo.
Alabado seas Señor, Dios de Jesucristo,
Tú te derramas en amor,
Tú te das en la bondad,
Tú vences la muerte».


Por Anton Rotzetter.

Tan extraña como pueda parecer esta oración a muchos católicos durante la celebración eucarística, se tendrá que admitir que ella respira el espíritu de Asís en plenitud.

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Capítulo I - El culto de la paz en Asís, a la luz de la Tradición y del Vaticano II


1. Papa contra Papa

La Jornada mundial de oración con todas las religiones en Asís el 27 de octubre de 1986, con el Papa Juan Pablo II como anfitrión, fue el punto culminante de un proceso de más de cien años en la historia del pensamiento religioso, tendiente a promover la paz y la unidad entre las religiones y los pueblos (1). Ese movimiento interreligioso por la unidad y la paz pregonaba, por su misma naturaleza, la tolerancia religiosa como un valor supremo y combatía la pretensión de la Iglesia de ser la única depositaría de la verdad. Puesto que la Iglesia Católica seguía sosteniendo con firmeza el derecho absoluto de la revelación del único Dios personal, le fue posible rechazar hasta el Vaticano II ese movimiento religioso por la unidad y la paz (2). Fue la apertura de la Iglesia al ecumensimo y al diálogo interreligioso en el último Concilio la que hizo posible que ese movimiento – sin haber cambiado su orientación espiritual – lograra acogida en la Iglesia Católica, para alcanzar finalmente, bajo Juan Pablo II, su cúspide provisoria en Asís (3). No fue, pues, el movimiento por la unidad y la paz entre todas las religiones el que evolucionó, sino la actitud de la Iglesia respecto de él.
Sólo pocos decenios antes del Vaticano II, en su encíclica Mortalium animos (6.1.28) sobre «cómo se ha de fomentar la verdadera unidad religiosa», el Papa Pío XI había expuesto y justificado por la fe el punto de vista de la Iglesia Católica sobre ese movimiento por la unión ecuménica e interreligiosa. Como Pío XI trata justamente nuestro tema, examinemos más en detalle su encíclica. La posición de Pío XI debería ser representativa de la de todos los Papas de esta época respecto de los movimientos por la paz y la unidad (4).
Pío XI menciona la aspiración de los pueblos a la unión y la unidad, que encuentra su expresión en los modernos «congresos de las religiones». Describe la composición de los asistentes a esos encuentros regulares: se invita «a la discusión a todos los hombres indistintamente, a los infieles de todas las categorías, a los fieles, y finalmente también a aquellos que desgraciadamente apostataron de Cristo o que niegan áspera y obstinadamente la divinidad de su naturaleza y su misión».
Lo mismo podría decirse de los representantes de las «religiones» y «organizaciones mundiales» invitados a Asís. Pío XI juzga, sin embargo, las cosas de otro modo: «Tales esfuerzos no pueden contar, bajo ninguna circunstancia, con la aprobación de los católicos» (5).
Pío XI menciona también las ideas y los motivos que dan lugar a la organización de congresos interreligiosos: puesto que hay muy pocos seres humanos que carezcan totalmente de algún tipo de sentimiento religioso, se piensa que «hay fundadas esperanzas en el sentido de lograr una especie de coincidencia o acuerdo sobre ciertos temas religiosos básicos. A pesar de la amplia divergencia de los conceptos religiosos que prevalecen entre los distintos pueblos, no se puede descartar la posibilidad de alcanzar un acuerdo fraternal sobre algunos principios básicos, los que podrían convertirse en el armazón o fundamento común de su vida espiritual».
Los participantes a tales congresos se apoyan sobre la opinión errónea de que «todas las religiones (de cualquier índole) son más o menos buenas y recomendables, en el sentido de que todas ellas revelan y traducenaunque de manera bien diferente- el sentimiento natural e innato que nos lleva hacia Dios y nos inclina con respeto ante su supremacía».
Tales pensamientos fueron también expuestos para justificar el encuentro de oración en Asís. Pío XI dice al respecto: «Aquellos que comparten esa opinión no sólo son víctimas de error y autoengaño sino que, al deformar -y consecuentemente rechazar- la noción de la verdadera religión, se deslizan también paso a paso hacia el naturalismo y el ateísmo. Es evidente que aquellos que se adhieren sin reserva a tales ideas y aspiraciones, abandonan enteramente la religión divinamente revelada» (6).
Pío XI piensa aquí en los «congresos de religiones», es decir en «discusiones» y no en actos de culto interreligioso.
La práctica de un culto interreligioso, que en la Iglesia postconciliar va mucho más lejos que aquellos «congresos», y más aún el hecho de que el mismo Papa organice tales cultos, estaba más allá de lo que Pío XI pudiera haberse imaginado. Es indiscutible que la actitud postconciliar de la Iglesia hacia las religiones no cristianas representa una ruptura radical con la Tradición.
Tal como Juan Pablo II, Pío XI ve los esfuerzos por la unidad interreligiosa en estrecha conexión con el movimiento ecuménico. Las ideas que en aquél entonces, como hoy, deberían favorecer la «unidad de los cristianos» las resume Pío XI en la siguiente serie de preguntas:
«¿No es justo -se acostumbra decir- y hasta nuestro deber, que todos los que se llaman cristianos deben abstenerse de cualquier difamación y unirse por fin un día en mutua caridad? ¿Quién se atrevería a afirmar que él ama a Cristo, si no trata con todas sus fuerzas de realizar el deseo de Cristo, que pidió a su Padre que sus discípulos sean uno (Juan XVII, 21)? ¿Y no debería ser, según la voluntad de Cristo, el mutuo amor la señal y distintivo de sus discípulos? En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros (Juan XIII, 35). Sí: ojalá fuesen todos los cristianos «uno», pues de este modo rechazarían con una eficacia mucho mayor la plaga del ateísmo, que día a día se introduce furtivamente en amplios sectores, preparando la ruina del Evangelio.
Tales son -entre otras del mismo género- las razones que hacen valer los «pancristianos», como se les llama. No vaya a creerse que se trata de grupos pequeños o insignificantes. Al contrario… Entretanto, aquel intento continúa con tal energía que se ha conseguido en muchos lugares la aprobación de muchos círculos, e incluso de numerosos católicos, atraídos con la esperanza de realizar una unión que parezca conforme con los deseos de nuestra Santa Madre Iglesia, la cual nada desea más que hacer volver a su regazo a sus hijos extraviados. Pero bajo las seducciones de estas palabras zalameras subyace oculto un error muy serio que destruye completamente los fundamentos de la fe católica»
(7).
Pío XI se ocupa también de la crítica que los «pancristianos» dirigen a la Iglesia Católica y al papado; a este propósito menciona la cortesía de algunos que reconocen incluso al Papa una precedencia de honor y una jurisdicción derivada del consentimiento de los fieles. Muy actual resulta cuando dice: «Incluso otros llegan tan lejos que expresan el deseo que sus congresos, que se podrían calificar de promiscuos, sean presididos por el mismo Papa» (8).
Resumiendo todo esto, Pío XI toma posición de la siguiente manera: «En estas condiciones, es evidente que la Sede Apostólica no puede, bajo ningún pretexto, participar en sus congresos, y que los católicos, bajo ninguna circunstancia, deben favorecer o fomentar tales empresas, ya que de este modo aumentarían y fortalecerían la reputación e influencia de una religión cristiana totalmente errónea, que está muy lejos de la única Iglesia de Cristo» (9).
Los oficios religiosos ecuménicos tienen naturalmente una calificación religiosa más elevada que las discusiones en los congresos ecuménicos. El Código de Derecho Canónico (CIC 1917) los catalogaba entre la «communicatio in sacris», que cae bajo una pena eclesiástica (10).
El canonista Klaus Morsdorf describe la actitud de la Iglesia inmediatamente anterior al Vaticano II (1961) de la siguiente manera: «Porque la comunión en el culto presupone la comunión en la fe, los oficios litúrgicos comunitarios con los adeptos de una o de varias confesiones cristianas serán, por consiguiente, prohibidos» (11).
La práctica ecuménica de la Iglesia después del Concilio y el solo hecho de que el mismo Papa organice tales oficios comunitarios, en los cuales los obispos protestantes -como por ejemplo el obispo Kruse, de Augsburgo- puedan exponer sin disputa tesis de eclesiología anticatólicas, están en agudo contraste con la actitud y la enseñanza de la Iglesia Católica antes del Concilio.
Ceremonias religiosas comunes con representantes de religiones no cristianas, de la cristiandad protestante y ortodoxos bajo los auspicios del Papa, como en Asís, no podrían ser imaginables para Pío XI. Para él las relaciones y la actitud de la Iglesia hacia los no cristianos y los no católicos debían estar reguladas según los principios de la fe católica.
La posición dogmática que toma Pío XI en Mortalium animos puede ser esbozada brevemente como sigue: como hay una sola religión verdadera, la revelada, hay también para los no cristianos un solo camino para llegar a la verdad y la vida: el camino de la conversión a la religión y la Iglesia de Cristo. Y como no hay más que una verdadera Iglesia, la fundada por Jesucristo, hay para los no católicos también un sólo camino: el del retorno a la Iglesia Católica. La fe católica íntegra, sin limitaciones ni reducciones, es el lazo de la unidad; el amor solo no puede hacer volver a los cristianos separados (12).
La ruptura con la actitud y la enseñanza de la Iglesia contenidas en Mortalium ánimos no podría aparecer más claramente que en el encuentro de oración de las religiones en Asís. El católico fiel, que ha seguido atentamente esta ruptura en el respeto por la Cátedra de Pedro, no puede contentarse con considerar «el acontecimiento de Asís» simplemente como un hito más en el desarrollo histórico de las religiones. Para el católico la ceremonia interreligiosa de Asís, organizada y preparada por el Vaticano con el Papa en su centro, es un acontecimiento eclesiástico importante que afecta profundamente su fe en la única verdadera Iglesia Católica: Papa contra Papa, Iglesia pre-conciliar contra Iglesia post-conciliar. Ambos Papas -Pío XI y Juan Pablo II- son para él docentes supremos de la Iglesia, protectores y garantes de la fe establecida por Cristo. Por otra parte, en Asís Juan Pablo II se calificaba a sí mismo como el «primer testigo» de la fe. Para el católico, con su fe basada en la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, el «acontecimiento de Asís» no tiene justificación ni en la Sagrada Escritura ni en la Tradición, y por lo tanto no encuentra ningún sustento. Asís ataca la sustancia de la revelación divina y de la fe católica (13).
Estos problemas de la fe planteados por Asís no pueden obviarse mediante alusiones a una actitud atrasada y un inmovilismo conservador. Tampoco permiten que se los aparte e ignore, mientras la Iglesia oficial avanza imperturbable en el camino del diálogo y del culto interreligioso. Tampoco se resuelven con referencias al actual concepto de «tradición viva» o «dinámica».
El católico fiel puede muy bien no darse por satisfecho con una referencia general al Vaticano II. Al contrario, tiene el derecho y el deber de formular la pregunta: ¿sobre qué fundamento dogmático de la fe católica se apoya Juan Pablo II para organizar una ceremonia interreligiosa como la de Asís?
Los tres discursos de Juan Pablo II en la Jornada mundial de oración, aunque remarcan fuertemente el carácter simbólico del acontecimiento, no dan ninguna respuesta satisfactoria a esta pregunta. Los mismos no son tratados dogmáticos, simplemente dan cuenta de la situación del día y reflejan el consenso de todos los participantes (14). La pregunta a la cual Asís no ha dado respuesta permanece: ¿cuáles son las razones dogmáticas tomadas por el Papa del acervo de la fe -que él debe conservar-que le han inducido a invitar a Asís a los representantes de las «religiones del mundo» para -como él ha dicho- establecer una paz mundial verdadera y durable, gracias a la oración confiada de todas las religiones y sentar de este modo las «primicias de una nueva época»? (15)
El católico podrá entender este encuentro de oración organizado por el Papa sólo si lo ve con los ojos de éste, es decir, si lo considera a la luz de la teología del Papa. Naturalmente, debe suponer a priori que la fe de la Iglesia y la del Papa son idénticas y, por otro lado, no poner en duda la mejor intención de Juan Pablo II.
La iniciativa personal de Juan Pablo II de organizar la Jornada mundial de oración de las religiones no fue la decisión espontánea del momento, sino el resultado final de un desarrollo teológico. Seguir este desarrollo con la intención de comprenderlo significa, por consiguiente, recorrer con el Papa el itinerario teológico que lo conduce a Asís y trepar con él la «montaña mística» (16). Por eso intentamos marcar los hitos dogmáticos en el camino del Papa hacia Asís.

2. Culto de la paz en Asís: ¿representación visible de las intenciones del Vaticano II?

Según Juan Pablo II, el núcleo teológico del «Acontecimiento de Asís» es el siguiente: por invitación del Papa se han reunido los representantes de las «religiones del mundo» para ofrecer «en una fidelidad inquebrantable a sus respectivas tradiciones religiosas» sus «oraciones» a la «potencia suprema» o «Dios», e implorar de él «el don trascendente de la paz». Así debería ser evitado todo sincretismo a pesar de las ceremonias comunes (17).
En su realización concreta la oración de todas las religiones por la paz se desarrolló, delante de la basílica de San Francisco, de la siguiente manera: unos tras otros los budistas, los hindúes, los jainas, los musulmanes, los shintoístas, las religiones tribales de Africa, los parsis, los judíos y los cristianos, «en una fidelidad radical a sus respectivas tradiciones», han alabado sus caminos de salvación y ofrecido a sus «divinidades» sus «oraciones por la paz». Uno al lado del otro estaban los caminos de salvación de Siddhârta Gautama y de Shântideva, de Shankara, de Vardhamâna Mahâvîra, de Mahoma, de Nâvak Dev, de los ancestros místicos, de Zaratustra, de Moisés y de Jesús de Nazareth. Uno tras otro, y uno al lado del otro eran presentados a la humanidad como «suprema potencia» o «Dios»: Buda, los bodhisattvas, el divino Brahma, Jaina, Alá, los numinosos Kami, Nam-Sat, el Gran Trueno, Manitú, Ormazd, Yavé y el Dios Trinitario (18).
Por ese culto ecuménico que tenía al Papa en su centro, el católico deseaba recibir también del mismo Papa una concluyente argumentación extraída de la fe católica. «El acontecimiento de Asís» no concierne a un fenómeno marginal, sino al corazón mismo de la revelación divina y la veneración debida a Dios: el primer mandamiento. Juan Pablo II entrega él mismo la llave de su comprensión del encuentro de oración con la advertencia: «Ved a Asís a la luz del Concilio» (19).
Esta exhortación del Papa nos señala al mismo tiempo el punto de partida de su propio ascenso a la «montaña mística»: su camino hacia Asís comienza con el Vaticano II. Sin embargo el Concilio es aún más que un hito en el camino. Para Juan Pablo II es el fundamento teológico.
La relación del Concilio Vaticano II con Asís ha sido puesta en evidencia por el mismo Juan Pablo II. Según sus propias palabras la Jomada de oración «puede ser considerada como una ilustración visible, una enseñanza de hechos, una catequesis inteligible para todos de lo que presupone y significa el compromiso ecuménico y el compromiso para el diálogo interreligioso recomendado y promovido por el Concilio Vaticano II» (20).
Por consiguiente los documentos del Concilio deberían representar en su totalidad una base sólida para las ceremonias interreligiosas de Asís y deberían proporcionar las premisas indiscutibles para el desarrollo post-conciliar del diálogo ecuménico e interreligioso, que desembocó finalmente en el «acontecimiento de Asís».
Los Padres conciliares que aún viven, y que ciertamente no se imaginaron un acontecimiento de este tipo durante el Concilio, ¿deberán reconocer en el culto interreligioso de Asís una «representación visible» de lo que ellos decidieron entonces?
Esta «representación visible» de las pretendidas intenciones del Vaticano II ¿es realmente tan comprensible para todos? Los diversos ecos de la Jomada de oración no hablan en modo alguno de una «catequesis inteligible a todos» de las enseñanzas del Concilio. Los comentarios resultaron demasiado diferentes.
Muchos quedaron atónitos y perplejos. Algunos vieron en la oración de todas las religiones por la paz la «representación visible» de la herejía, el sincretismo, la apostasía y la traición de la fe cristiana.
Otros alabaron a Asís como la expresión de la amplitud teológica, de la tolerancia religiosa y del reconocimiento largamente esperado de todas las religiones como legítimas vías de salvación y modalidades diversas de la revelación divina. Como una catequesis inteligible a todos sobre la unidad e igualdad de que deberían gozar, en principio, todas las religiones; una renuncia definitiva a la pretensión de los cristianos de tener exclusivamente la verdad, y el fin definitivo de un proselitismo superado (21). El mismo Vaticano se vió obligado a hacer aclaraciones y defensas.
Los representantes de otras «iglesias y confesiones cristianas» apenas deben haber tenido interés en ilustrar las enseñanzas del Concilio a la humanidad en forma visible.
Lo mismo puede suponerse de los participantes de las religiones no cristianas. Lo que a ellos les importaba era el reconocimiento de sus divinidades y caminos de salvación. Estos representantes, sin duda, no se deben haber reconocido entre los «cristianos anónimos». Pero esto tampoco se esperaba de ellos. Ni conversión ni sincretismo, sino legítimo pluralismo, decía la divisa del Papa, aclarando que todas las religiones, «en fidelidad radical a sus respectivas tradiciones», debían realizar sus oraciones por la paz (22).
Las múltiples confesiones y religiones llegaron a Asís por numerosos caminos diferentes, a fin de orar a dioses muy diferentes. El «mundo de hoy», liberal y tolerante hasta la médula, celebraba oficialmente en Asís la colocación de la piedra fundamental de una paz religiosa universal, lograda por el Papa, representante del ecumenismo y de las «religiones del mundo».
La tesis del Papa, según la cual Asís sería la realización de las recomendaciones y decisiones del Concilio Vaticano II, reviste para la Iglesia un significado que hace época. ¡Con esta tesis el mismo Papa convierte el culto interreligioso de Asís en la prueba de la ortodoxia del Concilio!
Si la tesis es exacta, entonces con Asís se sostiene o se derrumba también el Concilio. Y entonces los Padres conciliares deben responder a la pregunta inquiriendo sobre qué fundamento dogmático se apoyaron cuando, con una mayoría abrumadora, quisieron y decidieron el culto común «en la diversidad de las religiones». Y el Concilio debe suministrar las pruebas de que un tal culto interreligioso, único en la historia de la Iglesia, tiene un fundamento cierto en la Revelación y en el Dogma de la Iglesia.
Si en cambio Asís es la «representación visible» de una ruptura radical con la Revelación y el Dogma de la Iglesia, que el Concilio ya había llevado a cabo, entonces debe hablarse de una Iglesia anterior al Concilio y de una Iglesia post-conciliar, en el sentido de dos Iglesias sustancialmente diferentes, pues la identidad de la fe católica y de la Iglesia Católica son sinónimos.
Si la tesis no es exacta, es decir, si los documentos del Concilio en su totalidad y en la interpretación de la Tradición no ofrecen ningún fundamento sólido para el culto interreligioso de Asís, entonces el Papa se refiere en forma injustificada al Concilio. En tal caso, se apoya únicamente en su propia «comprensión del Concilio» y en una evolución post-conciliar que no está legitimada por el Concilio (23).
Pero para Juan Pablo II no existen estas alternativas. Él no ve en la ceremonia de Asís -y en sus repercusiones- (23 ) ningún problema dogmático. Al contrario, él está convencido que en la cuestión del ecumenismo y del diálogo interreligioso es el mismo Espíritu Santo quien por medio del Concilio ha hablado a la Iglesia de hoy (24). Para justificar su camino hacia Asís él apela, pues, a la más alta, a la «última instancia». Es en este sentido que considera al Concilio Vaticano II como el fundamento teológico de la Jomada mundial de oración de las religiones.
La apelación a la «última instancia» no exime, sin embargo, a Juan Pablo II de justificar este encuentro de oración por la Sagrada Escritura, y de situarlo en la Tradición bimilenaria de la Iglesia. Él resuelve este problema de la manera siguiente.
Por un lado afirma la continuidad ininterrumpida del Concilio y de Asís con la Revelación y la Tradición, sin embargo sin argumentación concluyente extraída de la Sagrada Escritura o del Dogma de la Iglesia. Por otro lado, subraya la evidente y singular novedad de la reunión de oración en la historia de la Iglesia (25).
De ninguna manera entiende esta novedad como una ruptura con la Revelación y la Tradición, sino como un«conocimiento más completo del misterio de Cristo» y una «plena y universal autocomprensión de la Iglesia», que a la cristiandad tocó en suerte por medio del Concilio (26).
Con esto hemos esbozado la posición teológica del Papa con respecto a la ceremonia interreligiosa de Asís.
Es preciso considerar esta posición dentro del contexto dogmático de la Tradición auténtica, que se puede definir como sigue: es antigua enseñanza de la Iglesia, confirmada expresamente por el Vaticano II, que con Cristo y los Apóstoles quedó cerrada la Revelación pública (27). La teología católica conoce, no obstante, un «desarrollo accidental de los dogmas», una penetración más profunda en la verdad revelada en razón de la profundidad insondable de las verdades de la fe y de la posibilidad de perfeccionamiento de la inteligencia humana (28). Por consiguiente, la pregunta decisiva es: ¿cómo justifica Juan Pablo II, a partir de la Revelación divina y de la Tradición de la Iglesia, este nuevo «conocimiento más completo del misterio de Cristo» y la «plena y universal autocomprensión de la Iglesia»?
Nosotros podemos comprobar que el Papa no ve en la ceremonia interreligiosa de Asís ningún problema dogmático. Al contrario, él considera a Asís como un don de gracia del Espíritu Santo que fue deparado a la cristiandad y a la humanidad entera por el Concilio, justo antes del comienzo del tercer milenio. Se puede decir que Juan Pablo II encarna en su persona esta comprensión del Concilio: ella es al mismo tiempo el alma de su pontificado (29).
Es en la cuestión del ecumenismo y del diálogo interreligioso donde están verdaderamente los nuevos impulsos del Concilio, que encuentran su singular expresión en la teología, la espiritualidad y la gestión del arzobispo -luego Papa-, Karol Wojtyla. Juan Pablo II es en este sentido un teólogo moderno, progresista, que es la personificación del aggiornamento del Concilio y que se esfuerza en realizarlo: él es el hombre del Vaticano II.

3. El programa del Concilio para renovar la Iglesia, según la interpretación del Padre conciliar Karol Wojtyla

Como hombre del Vaticano II, Juan Pablo II ve en el Concilio el fundamento teológico para el proceso dinámico de la renovación conciliar de la Iglesia, del cual finalmente resultó el «acontecimiento de Asís».
Karol Wojtyla no era solamente un eminente Padre conciliar, para quien el Concilio representaba el comienzo de la tan esperada renovación de la Iglesia, sino también un profesor y un obispo que se inspiró, tanto para su enseñanza como para el gobierno de su diócesis, en el espíritu del Concilio.
Pocos Padres conciliares deben haber reflexionado tan intensamente como él sobre la puesta en práctica del Concilio en la teología y en la Iglesia. En un tratado aparecido poco después del Concilio, «El Concilio Vaticano II y el trabajo de los teólogos» (1968), el Padre conciliar y profesor Karol Wojtyla traza, con la competencia de un experto y una experiencia directa, el programa de una teología post-conciliar. Estamos aquí delante de una hipótesis de trabajo que ha sido la línea directriz de la teología del autor. El escribe:
«Al estudiar, desde un punto de vista teológico, los documentos del Concilio, es necesario prestar atención a la totalidad de los mismos, y relacionarlos permanentemente a ciertas ideas ó líneas directrices, como por ejemplo la «accommodata renovatio», el ecumenismo y el diálogo» (30).
Esta hipótesis de trabajo pone de manifiesto el peligro que existe de que las múltiples afirmaciones contenidas en los voluminosos documentos del Concilio puedan ser subordinadas «en su conjunto» a determinados principios o líneas directrices bien precisas, de manera que «el trabajo post-conciliar de los teólogos» quede concentrado y reducido a «determinadas ideas bien precisas». De esta manera el Vaticano II se convierte en su «conjunto» en un concilio de la accommodata renovatio, del ecumenismo y del diálogo.
La más fundamental de estas ideas directrices es la accommodata renovatio. Ella abarca tanto el ecumenismo y el diálogo interreligioso, cuanto el «trabajo post-conciliar de los teólogos» y obispos.
¿Qué se entiende más precisamente por accommodata renovatio? El arzobispo Wojtyla lo explica en su obra«Introducción al Vaticano II – Ensayo de clasificación» (1968):
«Se trata de una renovación que en la terminología del Concilio se emplea siempre con el adjetivo accommodata: renovatio accommodata. Este adjetivo significa “apropiado”. El programa de renovación debe ser apropiado al grado de conciencia de la Iglesia, aquél grado que la Iglesia alcanzó gracias al Concilio. Esto sería la adaptación ad intra. Pero en el concepto de adaptación se conjugan los dos aspectos del pensamiento conciliar. La adaptación ad intra se realiza también por medio de la adaptación ad extra y de ella depende. Estos dos aspectos -como ya se ha dicho- no separan el campo de la experiencia y el del pensamiento conciliar, del cual la Iglesia representa el objeto más importante, sino que los unen y los integran. La Iglesia consigue su adaptación ad intra, es decir, la aproximación a su propia esencia, en la medida en que logra realizar su adaptación ad extra» (31).
Esta distinción ad intra y ad extra de la Iglesia se menciona por primera vez en el mensaje radial de Juan XXIII al mundo, el 11.9.1962. Ella expresa la idea del «aggiornamento» en una simple fórmula. El cardenal Wojtyla describe con su ayuda los principios conciliares de la renovación de la Iglesia:
Accommodata renovatio significa el programa completo de la renovación conciliar de la Iglesia. Es necesario entender por esto cuatro cosas:
Por la palabra «programa» ya queda expresado que se trata de una transformación planificada, según una meta precisa, de la Conciencia de la Iglesia universal.
Esta «transformación planificada» es un proceso dinámico que tiene sus raíces en las decisiones del Vaticano II, y que conforma toda la era postconciliar. El Concilio debe pues ser considerado como el punto de partida de un proceso de renovación metódica.
El interés particular por el ecumenismo y el diálogo interreligioso se erige en «idea directriz». Como otra idea directriz estaría la apertura de la Iglesia a los problemas del mundo de hoy, en el sentido de la constitución pastoral Gaudium et spes.
La transformación planificada de la conciencia de la Iglesia universal es un proceso de adaptación hecho bajo los aspectos ad intra y ad extra; proceso que se presenta, sin embargo, como un método único e integral, que debe permitirle a la Iglesia aproximarse a su propia naturaleza.
En las declaraciones del cardenal el punto 4 parece algo abstracto. ¿Qué más podemos decir sobre el particular?
El fundamento de todo el proceso de renovación ad intra y ad extra es aquel «grado de conciencia» que «la Iglesia ha conseguido gracias al Concilio». Este «grado de conciencia» está representado por el «pensamiento conciliar». Mira al mismo tiempo hacia dos lados: ad intra y ad extra.
El aspecto ad intra concierne a la relación de la Iglesia conciliar con la Iglesia de antes del Concilio. Accommodata renovatio significa, bajo este aspecto, que la Iglesia pre-conciliar (atrasada) debe ser conducida al «grado de conciencia»de la Iglesia del Concilio. A este nivel, el «pensamiento del Concilio» es también el transformador que convierte la«conciencia de la Iglesia» pre-conciliar en una conciencia conciliar. Esto sería la adaptación ad intra.
El aspecto ad extra significa la nueva relación de la Iglesia del Concilio «con el mundo de hoy» naturalmente en el espíritu de «Gaudium et spes», «Unitatis edintegratio» (ecumenismo), «Dignitatis humance» (libertad religiosa) y«Nostra aetate» (religiones no cristianas). Accommodata renovatio significa bajo este aspecto la renovación de la Iglesia y de la «conciencia que tiene de sí misma» por «la adaptación al mundo de hoy».
La base de ese proceso de adaptación dinámica es nuevamente aquél «grado de conciencia de ella misma que la Iglesia alcanzó gracias al Concilio». El motor o transformador es el «pensamiento conciliar». A este grado de conciencia de la Iglesia conciliar pertenece desde ya la «apertura al mundo». La accommodata renovatio Ecclesiae por «adaptación» significa, desde luego, más. Ella realiza la apertura de la Iglesia al mundo por un proceso dinámico de transformación y de adaptación. Esto es lo que podríamos llamar la adaptación ad extra. El proceso dinámico de adaptación ad intra y ad extra de la conciencia de la Iglesia universal es un proceso homogéneo, porque los dos aspectos se arraigan en el «grado de conciencia» de la Iglesia conciliar y porque el pensamiento único del Concilio los integra y los une.
El programa completo de la accommodata renovatio ad intra y ad extra se puede expresar en una fórmula simple: adaptación de la Iglesia anterior al Concilio a la Iglesia conciliar y de ésta al «mundo de hoy». O, -ya que el cardenal Wojtyla entiende la accommodata renovatio como una «toma de conciencia» eclesial– adaptación de la conciencia pre-conciliar a la conciencia conciliar de la Iglesia, y adaptación de la conciencia conciliar al «mundo de hoy». El acento puesto en forma llamativa sobre la «conciencia» en el «pensamiento conciliar» es significativo de la influencia del existencialismo en el pensamiento y la teología de Karol Wojtyla.
La descripción visionaria de la meta buscada por la accommodata renovatio es también un hecho muy llamativo. Se dice que en la medida que la Iglesia se adapte al «mundo de hoy» (ante todo, naturalmente, por medio de la observancia de las «ideas directrices del ecumenismo» y del «diálogo» interreligioso sobre la base de la libertad religiosa), se realizará también la adaptación de la Iglesia pre-conciliar a la Iglesia conciliar que, de esta manera y en el curso de este proceso, se irá acercando a su propia esencia. ¿Es este realmente el camino que corresponde a la naturaleza de la Iglesia fundada por Jesucristo? Con esta tentativa ¿subsiste aún la identidad de la Iglesia del Concilio con la Iglesia Católica anterior al Concilio?
El programa de la accommodata renovatio abarca todos los ámbitos de la vida de la Iglesia, pero principalmente el ecumenismo y el diálogo interreligioso, que son las ideas directrices que se hacen resaltar expresamente.
La accommodata renovatio tiene, para nuestro tema, la función de un centro de gravedad para el diálogo de la Iglesia con las religiones no cristianas, que ha producido el «acontecimiento de Asís». Ella nos suministra los criterios directrices para nuestro ensayo.
Debemos examinar qué «grado de conciencia» ha alcanzado el Concilio en la cuestión del diálogo interreligioso según la opinión del Papa, y cómo se presenta la accommodata renovatio ad intra y ad extra. Sin embargo, se trata menos del esclarecimiento de nociones tan vagas como «pensamiento conciliar» o «grado de conciencia de la Iglesia» que de precisar los fundamentos dogmáticos de tales ideas en la teología de Karol Wojtyla como arzobispo y como Papa.

Notas correspondientes al Capítulo I

(1) Cf. mi artículo en Theologisches 6 (1987), 29-40.
(2) El primer proyecto -o bosquejo- de la Constitución de la Iglesia de Cristo en el Vaticano I, que debido a la interrupción del Concilio finalmente no llegó a concretarse, trata en su 7º Capítulo el problema de la relación de la Iglesia con las religiones. Dicho proyecto refleja fielmente la postura de la Iglesia en aquella época: «Además, es un dogma de fe: fuera de la Iglesia nadie puede lograr la salvación. Naturalmente no todos los que viven en ignorancia e incertidumbre acerca de Cristo y su Iglesia están eternamente condenados como réprobos. El Señor quiere que todos los hombres lleguen a conocer la verdad y sean salvados. Extiende su gracia a todos aquellos que se esfuerzan, dentro de sus posibilidades, por lograr la vida eterna. Pero esta gracia no es concedida a aquellos que se separan, por voluntad propia, de la fe verdadera y de la comunidad de la Iglesia. El que no está en el arca perecerá en el diluvio».
La toma de posición frente a las religiones tiene su punto de partida dogmático en esta definición: «De esta manera aborrecemos y rechazamos terminantemente la enseñanza atea que sostiene la igualdad de las religiones, que también se opone al razonamiento, o raciocinio, humano. Si esto fuera así, los hijos de este mundo no podrían distinguir entre lo verdadero y lo falso diciendo: "La puerta a la vida eterna está abierta para todos, no importa a qué religión pertenezcan", o: "Con respecto al contenido de verdad de la religión lo que se tiene es un mayor o menor grado de probabilidad, pero nunca certeza". También rechazamos la opinión de aquellos que afirman que para entrar al reino celestial no es necesario que alguien abandone la religión en que nació y en que fue educado, aunque la misma sea falsa. Los que sostienen esta opinión atacan a la Iglesia misma que afirma que ella representa la única religión verdadera y que condena a todos aquellos que se separan de la única comunidad religiosa verdadera. Este punto de vista pernicioso borra la línea divisoria entre la luz y la oscuridad, entre la justicia y la injusticia, como si Cristo pudiera llegar alguna vez a un acuerdo con Satanás» (Según Neuner/Roos, La Fe de la Iglesia, Regensburg, 1965, pág. 231 y sigs., Art. 365).
La postura de la Iglesia frente a los no cristianos queda definida principalmente en las llamadas Encíclicas de Misión de León XIII y Juan XXIII (Cf. mi artículo en Theologisches 5, 1987, 21-29); con respecto a los esfuerzos ecuménicos Cf. la Encíclica de León XIII «Satis cognitum» del 29.6.1896, la de Pío XI «Mortalium Animos» del 6.1.1928, y el «Monitum» de la Santa Sede del 5.6.1948, como así también la «Instrucción sobre el Movimiento Ecuménico» del 20.12.1949 (Cf. Johannes Bökmann, Theologisches 3, pág. 128 y sig.).
(3) Cf. mi artículo en Theologisches 7 (1987) 22-31.
(4) Cf. nota (2) arriba.
(5) Traducción al alemán: «Panorama de la diócesis de Viena», 4.4.1928. Ver también Antón Rohrbasser, Doctrina de la Gracia de la Iglesia, pág. 397-411. AAS 20(1928) 5-16.
(6) Obra cit.; subrayado por mí.
(7) Obra cit.; subrayado por mí.
(8) Obra cit.
(9) Obra cit.
(10) CIC can. 2314-2316. En el nuevo CIC can. 1365 se dice: Reus vetitce communicationis in sacris justa pcena puniatur. Si el Papa mismo organiza y preside cultos interreligiosos, no se puede hablar de oficios divinos «prohibidos» en el caso de un sacerdote u obispo.
(11) Vol. II, 351.
(12) Cf. nota (5).
(13) Cf. mi artículo en Theologisches 7 (1987) 22-31; 8 (1987) 45-54; 9 (1987)24-31.
(14) Obra cit.
(15) Alocución del Papa el 27.10.1986, L’Osservatore Romano, 7.11.1986, pág. 9. Cf. mi artículo en Theologisches 7 (1987), pág. 22 y sig.
(16) Cf. L’Osservatore Romano, 31.10.1986, pág. 2 (6).
(17) Cf. Nota (13).
(18) Cf. mi artículo en Theologisches 9 (1987) 24-31.
(19) Alocución del Papa durante al audiencia general del 22.10.1986 (Deutsche Tagespost, 25.10.1986, pág. 1. Texto de la alocución pág. 3).
(20) Mensaje navideño del Papa a los cardenales y miembros de la Curia Romana el 22.12.1986, O.R. 2.1.1987, pág. 1.
(21) Cf. Peter Beyerhaus, Diakrisis 4/12, 1986, pág. 92-100.
(22) Alocución del Papa OR. 7.11.1987, pág. 9 (1).
(23) Cf. alocuciones y declaraciones antes y después de Asís. El representante oficial de la Iglesia en el Encuentro de Berg Hiei (Kyoto, Japón) los días 3/4 de agosto de 1987 fue el Cardenal Arinze.
(24) Encíclica Redemptor Hominis (4.3.1979), 7.
(25) Alocución del Papa del 22.12.1986; Cf. Nota (20).
(26) Redemptor Hominis 11.
(27) Denzinger 2021 – Constitución Dogmática Dei Verbum 4.
(28) Ludwig Ott, Compendio Dogmático (Freiburg, 1952), pág. 8 y sig.
(29) Cf. alocución del Papa del 22.12.1986.
(30) En: Karol Wojtyla-Juan Pablo II., Sobre la Dignidad del Hombre (Stuttgart, 1980), pág. 153.
(31) Obra cit., pág. 166.
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Capítulo II - Vaticano II: ¿Fundamento o instrumento de la accommodata renovatio?

1. El Vaticano II a la luz de Asís


Juan Pablo II tiene la firme convicción que el Espíritu Santo habla hoy a la Iglesia por medio del Concilio, y la ha conducido a Asís por el camino del ecumenismo y del diálogo interreligioso (1). La exhortación del Papa al pueblo de Dios dice: «Ved a Asís a la luz del Concilio» (2).
Decir que por medio del Concilio el Espíritu Santo condujo a la Iglesia a Asís, es decir que el «espíritu del Concilio» es idéntico al «espíritu de Asís». En este caso el problema del culto interreligioso está zanjado en «última instancia» y la controversia teológica sobre este tema ha concluido: la Iglesia debe entonces seguir al Papa a fin de jugarse, con la oración de todas las religiones por la paz, al «comienzo de una nueva época» (3).
Pero, ¿son correctas las premisas? Es evidente -y por lo tanto no requiere explicación- que una ceremonia religiosa absolutamente única en la historia de la Iglesia, como aquella de Asís, no tiene ni puede tener ningún fundamento dogmático sólido en la Sagrada Escritura y en la Tradición: un culto interreligioso celebrado por el Papa con los representantes de las «religiones mundiales» está más allá de lo que en el marco de la revelación bíblica y del dogma católico pueda haber parecido imaginable hasta el último Concilio. Hasta esa fecha las declaraciones oficiales de la Iglesia condenaban todavía severamente las ceremonias interreligiosas. Una Encíclica papal como Mortalium animos (1928) de Pío XI o el derecho canónico de aquel entonces se encuentran en flagrante contraste con el «acontecimiento de Asís» (4). Para la justificación teológica del encuentro de oración de todas las religiones queda, por lo tanto, sólo el Vaticano II, que representa indiscutiblemente «un vuelco en la historia de la Iglesia» (5).
No obstante, es evidente que la simple apelación al último Concilio no basta cuando se trata de un acontecimiento religioso que está en agudo contraste con la Sagrada Escritura y la Tradición. Un acontecimiento tan particular también exige para su legitimación una justificación teológica particular: ella está contenida en la tesis del Papa según la cual el mismo Espíritu Santo ha conducido a la Iglesia a Asís por medio del Concilio (6). La apelación a la «más alta instancia» parece de hecho necesaria, en vista de las circunstancias históricas y dogmáticas.
La apelación al Vaticano II como voz del Espíritu Santo no atenúa, sin embargo, de ninguna manera la necesidad de una prueba teológica. Si se sigue la versión oficial de la Iglesia que dice que los documentos procedentes del Concilio están, desde luego, en conformidad con la Escritura y la Tradición, ellos no pueden de ninguna manera proporcionar una base dogmática sólida para un hecho como el de Asís, que se encuentra justamente en notoria oposición con toda la Revelación bíblica y la Tradición eclesiástica. De ahí resulta, como consecuencia forzosa: si los documentos del Concilio ofrecen una base teológica para Asís, ellos están en contradicción con la Escritura y la Tradición. Si concuerdan con la Escritura y la Tradición no pueden, de ninguna manera, proporcionar los fundamentos dogmáticos de Asís. Incluso la más enérgica apelación a la voz del Espíritu Santo no puede cambiar nada en este estado de cosas. En las alternativas presentadas, ¡se trata nada menos que de la identidad de la fe católica y de la Iglesia!
Consta, por otra parte, que durante el Concilio fue tema de discusión el diálogo con las religiones no cristianas, pero jamás se discutió el culto interreligioso; por lo tanto, este no podía ser concebido, introducido o decidido por los Padres del Concilio. Un acontecimiento como el de Asís debe situarse más allá de lo que podía imaginarse la mayoría de los Padres del Vaticano II, y por lo tanto no podía haber sido considerado por ellos.
Si admitimos la versión oficial de las autoridades eclesiásticas afirmando la continuidad y la identidad de la fe católica con los documentos del Concilio, llegamos al siguiente resultado: ni la Escritura, ni la Tradición ni los documentos del Concilio pueden ser reivindicados como fundamento dogmático para el culto de Asís. A este respecto la exhortación del Papa: «Ved a Asís a la luz del Concilio» no es de una gran utilidad para justificar teológicamente el encuentro de oración de las religiones.
La divisa invertida: «Ved el Concilio a la luz de Asís» nos lleva en cambio a la médula del asunto.
Considerada al revés esta divisa podría indicar de manera más exacta la posición teológica del Papa. Según sus propias palabras, Asís puede «ser considerado como una representación visible, una enseñanza de hechos, una catequesis inteligible a todos, de lo que presupone y significa el compromiso ecuménico y el compromiso para el diálogo interreligioso recomendado e iniciado por el Concilio Vaticano II» (7).
¿Significa esta frase que el Vaticano II, visto a la luz de Asís, proporciona realmente el fundamento teológico para el culto interreligioso? La consecuencia inevitable sería que, con Asís, se colocaría también el Concilio en oposición aguda con toda la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia y, de esta manera, el Concilio anunciaría la ruptura con la Tradición y representaría el comienzo arbitrario de una mutación gigantesca de toda la Iglesia y de la fe católica; por consiguiente, ¡el Concilio en el «espíritu de Asís» se habría convertido en el fundamento e instrumento de una «transformación total de la Iglesia en la fe»!
Pero si se mira más atentamente, el asunto se presenta sin embargo de manera más sutil: según una interpretación más exacta, el Papa dice solamente que el Concilio es el condicionante y el impulso para el diálogo post-conciliar con las otras religiones, diálogo que a su tumo produce el «acontecimiento de Asís». Nadie podrá contradecir esto. Pero la formulación del Papa expresa en forma realmente clásica un hecho post-conciliar significativo: el sentido exacto de las decisiones y propósitos del Concilio no podría ser reconocido sino mirándolo retrospectivamente desde el punto de vista post-conciliar. Por consiguiente, el «espíritu de Asís» habría hecho conocer públicamente «el espíritu del Concilio», oculto hasta entonces.
En nuestra confrontación: «Ved a Asís a la luz del Concilio» «Ved el Concilio a la luz de Asís» se expresan agudamente las posiciones contradictorias en la controversia por la «verdadera comprensión del Concilio», que han marcado y dominado toda la época post-conciliar.
En esta controversia teológica Hubert Jedin (†1980), importante historiador de la Iglesia, se expresó en el año 1979 -cuando aún nada podía sospechar del acontecimiento de Asís- de la manera siguiente:
«Una reconciliación de las concepciones opuestas aún no está a la vista. La misma sólo puede ser encontrada si se mantiene firme que el Concilio, máxima autoridad en fe y costumbres, ha fijado normas obligatorias a partir de las cuales no se puede retroceder y sobre las cuales tampoco se puede pasar e ir más allá. Ya no hay vuelta para atrás luego del Concilio, pero tampoco es éste solamente un arranque inicial para una total transformación de la Iglesia en la fe, en las costumbres y en su estructura. Sólo si uno se sujeta al Concilio mismo se podrá encontrar el equilibrio entre Tradición y progreso que garantizará la identidad de la Iglesia en un mundo en mutación» (8).
La concepción de Jedin podría ejemplificar la actitud de muchos teólogos de esta época, fieles a la Iglesia. Jedin ve que el Concilio es considerado y utilizado en general como «un arranque inicial para una transformación total de la Iglesia en la fe, en las costumbres y en su estructura». Con todo esto, es la identidad de la Iglesia la que está enjuego aquí. Pero él es un teólogo que cree en el Concilio, el Concilio es para él «la autoridad suprema en la fe y en las costumbres» que ha establecido «normas obligatorias» inviolables. Él considera al Concilio en la continuidad de la Tradición y como garante para «la identidad de la Iglesia en un mundo en mutación».
Como lo muestra Asís, Juan Pablo II no ha recorrido el camino del equilibrio propuesto por Jedin, sino aquél del desarrollo dinámico en el diálogo interreligioso post-conciliar. En este contexto Asís es claramente el «comienzo de una nueva era», la meta de la «convergencia» de todas las religiones (9).
Si vemos al Concilio como punto de partida de ese desarrollo, hay que reconocer sin duda alguna que el Vaticano II realizó la apertura de la Iglesia al ecumenismo, al diálogo entre las religiones y al mundo. Del carácter fundamental de este «Concilio pastoral» resulta que la renovación pastoral de la Iglesia no puede ser realizada plenamente sino después del Concilio. La época que sigue al Concilio se convierte necesariamente en una era de reformas pastorales post-conciliares. El Concilio ha querido crear las condiciones y bases doctrinales de esa puesta en marcha hacia un porvenir incierto, celebrado de manera tan eufórica. Un Concilio que proyecta la Iglesia hacia el futuro puede muy bien ser concebido como «arranque inicial». La cuestión es, no obstante, saber: lº) si a la luz de Asís, la situación de partida establecida por el Concilio en el plano dogmático -habida cuenta de la inminente aventura- ha sido realmente formulada en plena continuidad con la fe tradicional y con la claridad necesaria, y 2º) si el desarrollo post-conciliar ha transcurrido en perfecta armonía con el Concilio mismo, con la Tradición y la Sagrada Escritura. Entre recomendar el diálogo, como lo hace el Concilio, y el culto interreligioso de Asís hay, sin duda, un «salto cualitativo». Su origen en los documentos conciliares está lejos de ser evidente para todos y, con mayor razón, no se encuentra nada en las fuentes de la Revelación bíblica y en la Tradición de la Iglesia que permita justificarlo y legitimarlo.

2. Los documentos del Concilio: una mezcla de fe tradicional y teología moderna

Aún aquel que está convencido de la integridad y la continuidad dogmáticas de los documentos del Concilio debe reconocer que, en esos textos voluminosos, se encuentran frases y formulaciones que son «susceptibles de interpretación y de desarrollo» en el sentido del diálogo interreligioso efectivamente llevado a cabo después del Concilio. Estas frases y formulaciones han sido utilizadas, como consecuencia de ello, hasta que aparecieron finalmente a la faz del mundo entero sus intenciones escondidas en un acontecimiento como el de Asís.
Algunos ejemplos: El principio directriz de la Declaración Nostra aetate (1.1) sobre la misión de la Iglesia:
«En su tarea de promover la unidad y la caridad entre los hombres, y con ello también entre los pueblos, ella examina aquí, en primer lugar, aquello que los hombres tiene en común y los lleva a vivir juntos su destino».
¡Esta afirmación se refiere a la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas! Tomada en sí misma, resuena como un preludio a Asís (10). Un segundo ejemplo sacado de Gaudium et spes (nº 78):
«La paz terrestre, que tiene su origen en el amor al prójimo, es sin embargo también imagen y efecto de la paz que Cristo trajo y que viene de Dios el Padre. Porque este Hijo encarnado en persona, príncipe de la paz, ha reconciliado a todos los hombres con Dios por su cruz, restableciendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. El ha matado el odio en su propia carne y después del triunfo de su resurrección, ha derramado el Espíritu de caridad en el corazón de los hombres. Por esto, cumpliéndose la verdad en la caridad, todos los cristianos son llamados con insistencia a reunirse con los hombres verdaderamente pacíficos para implorar e instaurar la paz» (Ver: Rahner/Vorgrimmler, Pequeño manual del Concilio, pág. 537).
¿Significa «la unidad de todos en un pueblo y en un cuerpo» la unidad de Iglesia y humanidad? Los «hombres verdaderamente pacíficos» ¿no se han unido en Asís «para implorar e instaurar la paz»?
No hay ninguna duda de que tales «esbozos susceptibles de evolución» en los documentos del Concilio, sin ningún fundamento en la Escritura y la Tradición, han sido determinantes para la evolución post-conciliar. Por el contrario, la afirmación de que los documentos del Concilio -en su totalidad e interpretados a la luz de la Escritura y de la Tradición- se encuentran en continuidad ininterrumpida con la Tradición de la Iglesia y deberían servir de pauta para la renovación post-conciliar, aparece como poco realista. Decisivo para el desarrollo post-conciliar fue que se hubieran encontrado en realidad tales «esbozos susceptibles de evolución» en los documentos del Concilio y que fueran introducidos en ellos con este propósito. En realidad, los documentos del Concilio presentan una mezcla de fe tradicional y de nuevos «esbozos susceptibles de evolución» marcando el porvenir en el sentido de la teología moderna. Es solamente sobre la base de esta consideración que la evolución post-conciliar de la Iglesia se hace comprensible.
Si por amor a las estadísticas hiciéramos la prueba de examinar los documentos del Concilio a la luz de Asís bajo el punto de vista de la «mezcla», para saber cuántos textos pueden ser interpretados como puntos de partida susceptibles de evolución en la línea de Asís o no, veríamos que el número de textos que contradicen directamente a Asís o lo excluyen sería de lejos el más elevado. Sin embargo los pocos pasajes a favor de Asís han sido determinantes en el camino seguido por la Iglesia, y esto gracias a una interpretación selectiva de los documentos del Concilio junto a una práctica tenaz del diálogo interreligioso.
Los peligros de esta interpretación selectiva de los textos del Concilio son hoy día reconocidos por todos: Según la propia «comprensión del Concilio», se extraen algunas frases de la totalidad de los documentos conciliares, se las declara la expresión del «espíritu del Concilio» y se las convierte en puntos de partida de una vasta accommodata renovatio Ecclesice, creando así la posibilidad de emplear todo el Vaticano II como instrumento de la «total transformación de la Iglesia».
Si el último Concilio debe ser interpretado solamente como arranque inicial, entonces la teología moderna se convierte en un factor determinante para la evolución post-conciliar de la Iglesia.
Esto se ve también muy claramente en el caso del diálogo interreligioso: poco antes del Concilio una nueva perspectiva sobre las religiones no cristianas hizo irrupción en la teología, perspectiva que en aquel entonces estaba en contradicción con la posición oficial de la Iglesia (11). Ya en 1966, inmediatamente después del Concilio, Joseph Ratzinger observó de manera crítica frente a ese cambio de posición:
«Entretanto se ha impuesto cada vez más un parecer que anteriormente había sido considerado como una rara excepción, a saber, que Dios quiere y puede salvar fuera de la Iglesia, aún cuando no sin ella. Por otro lado se ha impuesto desde hace poco una manera optimista de considerar y comprender las religiones no cristianas que demuestra claramente que no todas las ideas puestas en boga por la teología moderna han sido inspiradas por la Biblia. Porque si algo puede ser llamado extraño y hasta opuesto a la Sagrada Escritura, es el optimismo contemporáneo respecto de las religiones paganas, considerándolas en cierto modo como factores de salvación, lo que es absolutamente imposible de conciliar con la apreciación de la Biblia sobre esas religiones» (12).
Se puede decir que el Concilio ha puesto los preliminares y que la teología moderna, en nombre del «espíritu del Concilio», ha preparado a la Iglesia la ruta hacia Asís.
En vista de la oposición notoria que existe entre la Revelación y la Tradición, por una parte, y la consideración del Concilio Vaticano II a la luz de Asís por la otra, todo se centra en la pregunta: ¿Qué papel desempeñó el último Concilio -en el contexto de la teología moderna- en la conmoción que llega a su representación visible en Asís?

3. El «Concilio pastoral» y su «lenguaje pastoral»

El Concilio, un «nuevo Pentecostés». Ese pensamiento llenó el espíritu de algunos Padres conciliares al principio. Después del Concilio se habla habitualmente de un «nuevo Pentecostés» cuando se trata de hacer prevalecer innovaciones decisivas en nombre del espíritu del Concilio (13). Pero esta manera de revalorizar en el plan divino el acontecimiento histórico del Concilio no corresponde a la idea que él tenía de sí mismo y tampoco resuelve la dificultad de saber qué calificación teológica precisa dar a sus diversas afirmaciones.
El Concilio Vaticano II se consideró a sí mismo como un «concilio pastoral» y su pretensión fue ser considerado de esta manera. Según la confesión personal de Juan XXIII su convocatoria fue la respuesta a una «inspiración de lo alto» (14).
La idea de un «concilio pastoral» proviene del mismo Papa. Era una cosa nueva en la historia de la Iglesia, pero fue aprobada sin dificultad por la mayoría de los Padres. Para algunos era bienvenida para dar cabida, so capa de lo «pastoral» y sin trabas dogmáticas, a una evolución en el sentido deseado por ellos. ¿Qué se entendía exactamente por «concilio pastoral»? Según Karl Rahner era difícil decirlo, ya que en el Concilio «no se había dado lugar a una reflexión teológica profunda sobre la naturaleza precisa de un concilio pastoral en cuanto tal» (15). Pero el Papa consiguió, sin embargo, comunicar a los Padres conciliares los rasgos fundamentales de su idea, tan congruente con su persona y su corto pontificado.
Se recuerda un dicho del cardenal Roncalli antes del cónclave, que Juan Pablo II, luego de ser elegido Papa convierte en su programa: «La Iglesia es joven y transformable, como lo ha sido a lo largo de toda su historia» (16). Como historiador, él conocía la capacidad de transformación histórica de la Iglesia y como teólogo su inmovilidad en la fe. Su idea del concilio pastoral se puede esbozar como sigue: la capacidad de transformación de la Iglesia significa para él -ad intra, la renovación interior, y -ad extra, aceptar todas las realidades y exigencias del momento, ambas cosas basadas, sin embargo, en el fundamento inmutable de la fe tradicional:
«fiel a los sagrados principios sobre los cuales la Iglesia está fundada, y ala enseñanza irreformable que le ha confiado su divino Fundador» (17).
«Aggiornamento» –la famosa palabra de orden- no significa otra cosa. Se trataba de hacer más accesible a los hombres el santo depósito de la Revelación de la manera más eficaz, teniendo en cuenta los cambios en las condiciones de vida y las estructuras de la sociedad (18). Para realizar este propósito, Juan XXIII convoca el Concilio (Jedin). Una de las preocupaciones principales del Papa era el entendimiento ecuménico. Pero también aquí la verdad de la fe era el criterio: se trataba de «acercarse, en la verdad, a la unidad querida por Cristo» (19).
Estableciendo esta finalidad pastoral el Papa había atribuido al Concilio una misión eminentemente práctica sin límites bien claros. Solo en el curso de las deliberaciones fue que los centros de gravitación se cristalizaron (20). El Papa deseaba una Iglesia viva, próxima a su tiempo y a la vida, pero en ningún caso «otra Iglesia».
La idea de un concilio pastoral inducía a pensar que las formas exteriores de la Iglesia podían adaptarse fácilmente a las circunstancias de la época moderna, quedando no obstante intacta su «doctrina inmutable». Pero es un hecho ampliamente conocido que cambios profundos en la práctica provienen de nuevas teorías y que la introducción de nuevas prácticas transforma las teorías. Mutatis mutandis, esto vale también de manera particular para la Iglesia y sus reformas conciliares: todas las novedades surgidas en la vida de la Iglesia no han sido, a fin de cuentas, más que el resultado de una nueva visión teológica; la introducción de una nueva manera de obrar debía, a su tumo, transformar poco a poco la antigua fe.
Así, por ejemplo, la fe en la Presencia real en la Eucaristía encontró su expresión en el culto de adoración de la Iglesia. Anulando esta expresión, la fe en la Presencia real desaparece poco a poco (21). Otro ejemplo: la actitud de la Iglesia antes del Concilio con respecto de las comunidades protestantes y de las religiones no cristianas se deducía de la cristología y de la ecle siología tradicionales (22). La actitud post-conciliar, puesta de manifiesto de manera visible para todo el mundo en Asís, es la expresión de una nueva teología. A su vez, la nueva práctica tiene graves consecuencias y causa fuertes repercusiones sobre la fe de todo el Pueblo de Dios.
A causa de la estrecha relación que existe entre las formas exteriores de la «doctrina inmutable» de la Iglesia, el Concilio declarado «pastoral» ha debido inevitablemente ocuparse de los fundamentos dogmáticos del aggiornamento: la constitución dogmática Lumen gentium trata del aspecto dogmático, la constitución pastoral Gaudium et spes del aspecto pastoral. La idea de un «concilio pastoral» era irreal, ya que el Concilio debía forzosamente convertirse en dogmático. En razón de la situación explosiva y problemática de la teología en ese momento, la idea de un concilio exclusivamente pastoral no reflejaba las condiciones que prevalecían en esa época.
Bajo esa luz hace falta ver el deseo expresado por Juan XXIII al Concilio -deseo que fue realizado- de no castigar los errores con el anatema y de no proclamar dogmas (23). Por primera vez en la historia de la Iglesia un concilio ecuménico renunciaba conscientemente al pleno empleo de su autoridad magisterial. Es necesario agregar esto a la postura de Jedin citada más arriba. El deseo del Papa correspondía a su concepción de un «concilio pastoral», pero esa concepción era irrealizable en el interior de la Iglesia ya que, al fin y al cabo, se trataba de una cuestión dogmática. Los obispos y los teólogos han sabido utilizar profusamente el espacio imaginario dejado libre para las «opiniones teológicas» en un ámbito presuntamente «pastoral».
A la idea del «concilio pastoral» y al hecho de renunciar a decisiones definitivas se vino a sumar un tercer elemento novedoso en la historia de la Iglesia: la opción de los Padres por un «lenguaje conciliar pastoral».
Un «lenguaje conciliar pastoral» parece adecuado a un «concilio pastoral», incluso parece ser la expresión de su finalidad pastoral. Parece idóneo para obtener más fácilmente las metas del aggiornamento. Pero como en el Vaticano II no hubo lugar a una reflexión teológica más profunda sobre la naturaleza de un «lenguaje conciliar pastoral», solo cabe decir lo siguiente: por «lenguaje conciliar pastoral» se entendía en primer lugar, al parecer, nada más que un lenguaje adaptado a la época y comprensible a todos (24). Un Concilio que quería mostrar la verdadera cara de la Iglesia al mundo entero (Lumen gentium 1,1) debía hablar un lenguaje que todo el mundo pudiera comprender. La nueva apertura de la Iglesia al mundo de hoy reclamaba también de la Iglesia un lenguaje abierto al concepto del mundo y al pensamiento moderno.
El problema de un «lenguaje conciliar pastoral» ha debido parecer familiar a muchos de los Padres, ya que ellos tenían en sus actividades pastorales el hábito de transcribir los conceptos abstractos a un lenguaje realista y comprensible a todos. Se oía por todas partes expresar: «¡Decir las antiguas verdades con otras palabras!», con otras palabras que, naturalmente, «sean comprensibles al hombre del siglo XX».
Es una delicada empresa la de describir en pocos trazos el papel del Concilio en la conmoción teológica y dogmática sin igual que se produjo en la Iglesia. Nosotros debemos limitamos a la concepción pastoral en conjunto del Concilio:
– la idea de un «concilio pastoral», aunque finalmente se trataran los fundamentos dogmáticos;
– la renuncia al empleo final de la autoridad magisterial, aunque se imponía claridad definitiva en cuestiones de fe;
– el «lenguaje conciliar pastoral», aunque la presentación de enseñanzas reveladas requería una extrema precisión conceptual.
De esta triple concepción pastoral del Concilio, que a la luz de los hechos conciliares aparece evidentemente irreal, es el «lenguaje conciliar pastoral» quien ha desempeñado el papel principal en la redacción de los documentos del Concilio.

4. «Lenguaje pastoral» y el problema secular de «la comprensión»

Quien quiera comprender el problema del «concilio pastoral» debe haber comprendido antes el del «lenguaje conciliar pastoral». También Juan Pablo II habla como hombre del concilio un «lenguaje conciliar pastoral», claro que en un estilo peculiar de expresarse y con una fuerza expresiva que le es propia. Quien quiera comprender los documentos del concilio y los comentarios que les hace el Papa debe haber comprendido su lenguaje común.
El problema del lenguaje aguardaba a los Padres, bajo una modesta vestidura, en el portal de entrada del Concilio. Aquí podían ellos «a limine» manifestar su adaptación a la vida y a su época. Ellos estaban ante la alternativa: ¿Debía el Concilio hablar en el lenguaje tradicional especializado de la teología -y ese era, naturalmente, el clásico lenguaje escolástico- o en nuevo lenguaje que pareciera más comprensible a todos? Los Padres renunciaron sin ruido a la «terminología de la escuela escolástica» a pesar de que esta había sido utilizada de preferencia durante siglos en los documentos oficiales de la Iglesia, y se decidieron por el «lenguaje conciliar pastoral».
Sin duda es posible expresar la antigua fe de la Iglesia en un «lenguaje pastoral» y hacerla accesible al «hombre moderno». Como lenguaje de un concilio ecuménico, sin embargo, debía hacer el Vaticano II la primera experiencia histórica y tenía que salir airoso. ¿La experiencia fue realmente exitosa? Esto es notoriamente controvertido. Un estudio objetivo de los documentos conciliares llevará a la conclusión de que el concilio sólo de lejos y muy de lejos ha logrado expresar sin pretensión las antiguas verdades en un nuevo «lenguaje dinámico, conforme a la historia, bíblico» e introducir valiosos aportes del trabajo teológico.
Pero el experimento lingüístico sólo pudo lograrse porque la gran mayoría de los Padres conciliares estaba sobre el sólido terreno de la teología tradicional, con sus nociones precisas, y desde allí pudieron verificar el «lenguaje pastoral». Por la misma razón también hoy se debe determinar la exacta intención de los documentos del concilio en el sentido atribuido por la mayoría de los Padres apoyados sobre los fundamentos de la dogmática y la enseñanza tradicional de la Iglesia.
No se puede negar, de todos modos, que el empleo del lenguaje pastoral va a menudo en detrimento de la claridad y precisión dogmáticas, que por el uso de un lenguaje pastoral las referencias a la tradición pueden desaparecer fácilmente y la claridad definitiva de las afirmaciones puede ser obtenida sólo interpretándolas con los conceptos tradicionales.
De modo que la clasificación de una afirmación teológica en el «sistema católico» (John Henry Newman), edificado por el trabajo paciente de los teólogos durante siglos y clarificado por numerosas decisiones doctrinales, se ha dificultado enormemente. Una teología y una Iglesia ligadas a la Tradición no pueden renunciar a la estabilidad y a la continuidad de nociones claras. Y menos aún un concilio ecuménico. En virtud de su autoridad magisterial, sus documentos se convierten en fundamento teológico para toda la Iglesia. Se podría entonces preguntar si los documentos conciliares redactados en un «lenguaje pastoral», que como tales establecen una distancia lingüística con el «sistema católico» de la enseñanza de la Iglesia y cuya continuidad con la Tradición no puede ser demostrada sino con matices y dificultades, no llevan ya en sí el germen de la ruptura con la Tradición.
Por otra parte el lenguaje conciliar pastoral permanece inaccesible e inadaptado más allá del horizonte cultural occidental, y el aspecto intercultural del problema lingüístico no fue tenido en cuenta. La enseñanza de la Iglesia, y con ella los documentos conciliares, deben ser comprendidos en todas las culturas y en todas las lenguas. Es sabido que justamente la lengua y la claridad conceptual de Santo Tomás eran especialmente bien comprendidas en el Extremo Oriente e India, a pesar de algunos alegatos diferentes (25). Debería sernos permitido preguntar si la renuncia a la lengua tradicional de la Iglesia y de la teología, que tenía un carácter universal, no llevaba en sí el germen del pluralismo de las teologías culturales.
Finalmente podríamos simplemente preguntamos por qué un concilio ecuménico que quería sentar las bases teológicas de una Iglesia que contaba con 700 millones de fieles, tenía necesidad de redactar en un lenguaje comprensible por todos y adaptado a todos, los voluminosos documentos que de todos modos serían estudiados, en la mayoría de los casos, por los teólogos, dejando así a la Iglesia el problema de integrar nuevamente los textos conciliares en su tradición dogmática o renunciar totalmente a ella. Esto último significaría un nuevo comienzo sobre terreno movedizo.
La cuestión del «lenguaje pastoral» del Concilio no era más que en apariencia solo una cuestión «pastoral». En realidad se trataba de un problema totalmente distinto y de una magnitud muy diferente: se trataba del problema secular de la «comprensión» en el marco de la imagen moderna del mundo y de la historia que conmovía totalmente nuestra vida espiritual occidental y que desde el siglo XIX había azotado repetidas veces a la teología católica bajo la forma del «modernismo». Fue rechazado por la Iglesia y ahora perseguía a los teólogos en forma acuciante bajo la apariencia de un «problema hermenéutico». Sólo el esclarecimiento de ese viejo problema de varios siglos aún sin resolver habría justificado la convocatoria a un concilio. Pero eso fue confiado de manera apócrifa y sin precisiones a un «concilio pastoral».
Por la renuncia de los Padres conciliares al lenguaje escolástico se abrieron de hecho y en cierto modo oficialmente, pero casi sin ruido, las esclusas para una «nueva teología» y eso en un instante, cuando el problema lingüístico conmovía el conjunto de la teología católica.
Los teólogos dirigentes vieron, sin duda, que en esta cuestión del lenguaje se trataba el asunto, todo el asunto de la teología y de la fe, pues el lenguaje escolástico estaba indisolublemente ligado a la filosofía escolástica y ésta a su vez con la tradición dogmática de la Iglesia. El abandono del lenguaje escolástico por los Padres conciliares significaba en realidad el desahucio de la teología escolástica, y produjo el divorcio del secularmente probado matrimonio entre la philosophia perennis y la fe. Precisamente este era el objetivo de los teólogos dirigentes del Concilio, a pesar de que deberían haber comprendido claramente que la philosophia perennis significaba toda la tradición de la filosofía cristiana de Occidente. El abandono por los Padres conciliares del «lenguaje de la escuela escolástica» era para ellos la condiciónsine qua non por la que se inició la ruptura con la dogmática anterior a fin de establecer la «nueva teología», después de haber cesado de utilizar la «antigua» y haberse despedido de ella.
Los hombres de la «nueva teología» estaban convencidos, por ejemplo, que la «física» de la antigüedad estaba completamente superada y con ella también su «metafísica», y que una teología ligada a la antigua metafísica no correpondía hoy más a la realidad y había perdido toda credibilidad a través de la concepción moderna del mundo y de la historia.
Los profesores de teología, que como estudiantes no habían tenido ninguna dificultad en comprender los símbolos de la antigua Iglesia y la dogmática tradicional, encontraron repentinamente todo completamente incomprensible (26). Esta ruptura radical con la Tradición podría ser ilustrada por los dichos de un renombrado profesor de dogmática que desde su cátedra daba a sus alumnos el consejo de quemar tranquilamente sus libros de teología dogmática anteriores al Concilio, ya que sólo habían servido para «trillar paja seca». En esta sin par «revolución semántica», esta «conmoción total y notable», fue simplemente barrida la totalidad de la teología dogmática tradicional. Después de esta reformulación dogmática era posible seguir tranquilamente, impulsados por el viento del «lenguaje conciliar pastoral», la construcción de una nueva teología.
Para los partidarios de la «nueva teología» la divisa «aggiornamento» significaba la decidida apertura de la Iglesia al pensamiento moderno con el objetivo de llegar a una teología totalmente distinta, de la cual debiera resultar el nacimiento de una nueva Iglesia adaptada a su época (27).
Jamás con anterioridad en la Historia de la Iglesia un concilio ecuménico se habría comportado como el Vaticano II, en una cuestión que afectaba los fundamentos de toda la tradición dogmática de la Iglesia.
Jamás antes una encíclica papal, que apenas tenía quince años, podría haber sido desautorizada en tan poco tiempo y tan completamente por aquellos precisamente a los que ella condenaba, como Humani generis (1950), en la cual Pío XII asume la defensa de la philosophia perennis, recomienda conservar el lenguaje dogmático de la Iglesia y pone en guardia contra la traición a la fe católica por el contacto con los presupuestos filosóficos de la época (Dz. 2305; 2309-2312; 2317; 2323). Con mucha claridad analiza Pío XII el ambiente intelectual anterior al Concilio y señala los peligros de una «nueva teología»:
«Ahora bien, mientras desprecian esta filosofía, exaltan otras, antiguas o modernas, de Oriente u Occidente, con lo que parecen insinuar que cualquier filosofía o doctrina, con algunas añadiduras o correcciones, si fuere menester, puede compaginarse con el dogma católico. No hay católico que pueda poner en duda que ello es absolutamente falso, sobre todo tratándose de engendros como los que llaman inmanentismo, idealismo o materialismo, histórico éste o dialéctico, no menos que del existencialismo, ora profese el ateísmo, ora por lo menos se oponga al valor del raciocinio metafísico» (28).
Los promotores de la «nueva teología» fueron nombrados cardenales. ¡Una manifiesta rehabilitación!
La «nueva teología» se presenta con varias facetas, pero ella es simple en sus principios, por lo cual se pueden reagrupar sus múltiples formas bajo el mismo nombre, ya que ellas tienen en común el rechazo de la teología tradicional. Esto significa el despido del «sistema católico» (John Henry Newman) y su reemplazo por las más diversas nuevas teorías de teólogos particulares. Con esto ha nacido el pluralismo moderno de las «teologías» en la Iglesia católica. La norma general en el método de la «nueva teología» es aquella simple y seductora idea: una «nueva teología» en la perspectiva del carácter científico moderno y de la imagen moderna del mundo y de la historia. La «nueva teología» significa para la Iglesia católica un nuevo comienzo radical, una «transformación total» que pasará a la historia (B. Welte). Esta idea no era, sin embargo, nueva; se reactivaba simplemente lo que la teología escolástica y el magisterio habían impedido con éxito en su lucha contra el modernismo pero que hacía tiempo era un distintivo característico de la teología protestante: Revelación y fe fueron adaptadas, es decir prácticamente entregadas a las corrientes ideológicas y filosóficas de la época.
La «concepción moderna del mundo y de la historia» no podía ser creada: ella ya existía; solo bastaba adoptarla. Entre otros sistemas se ofrecían justamente aquellos que Pío XII había rechazado como inservibles en Humani generis: el inmanentismo, el existencialismo, el idealismo, el materialismo histórico y dialéctico.
La opción por tales sistemas dio por resultado una vasta ofensiva de la «nueva teología» contra la teología tradicional de la Iglesia, teología apostrofada bajo el nombre de «teoría de dos pisos» a causa de su «dualismo» supuestamente ajeno a la realidad. Su propia posición era, en resumidas cuentas, un monismo abierto u oculto, en el que se fusionaban en una unión indiscernible los órdenes sobrenatural y natural.
El idealismo existencialista anulaba la ontología objetiva y arrastraba todo objeto real, incluso la verdad de la Revelación objetiva, al abismo de su subjetividad y de su historicidad (29).
En las huellas de la «Escuela neomarxista de Frankfurt» pudo desarrollarse una «teología política» con las siguientes tesis revolucionarias: No hay sino una realidad, la histórica. Las «distinciones corrientes» de la teología tradicional: trascendencia e inmanencia, naturaleza y gracia, Iglesia y mundo, historia sagrada e historia profana, el mundo de acá y el del más allá, tiempo y eternidad, creación e historia de la salvación, profana y religiosa, revelación natural y sobrenatural son rechazadas y calificadas de «dualismo inadmisible» y de «ideas fijas». La fe de la Iglesia se trasmuta totalmente en una pura historicidad (30).
La consecuencia de este nuevo principio teológico es el pluralismo de innumerables «teologías», de las cuales el número va siempre en aumento en razón de las «teologías inculturadas» en todas las culturas y religiones posibles. La encíclicaHumani generis parece no haber jamás existido. Nada demuestra más claramente la completa disolución del «sistema católico» (Newman) que el pluralismo sin límites en la teología actual. Un resultado significativo de esta evolución es la serie de publicaciones de una sociedad misionera (!) con el título: «El mito de la exclusividad del cristianismo: hacia el pluralismo en la teología de las religiones». Eso resuena como un eco teológico de Asís, cuando se lee esto: «Una nueva teología cristiana de las religiones aparece, y ella se aleja de los modelos tradicionales del exclusivismo (que dice que el cristianismo es la única religión verdadera) y del inclusivismo (el cristianismo es la mejor religión), para aproximarse a una nueva visión pluralista que reconoce la posibilidad de numerosos itinerarios religiosos, todos igualmente válidos. Un grupo de teólogos protestantes y católicos, venidos de horizontes muy diferentes, hombres y mujeres del Este y del Oeste, del primer y tercer mundo, examinaron detenidamente las nuevas actitudes que se deberían tomar frente a los creyentes y las tradiciones de otras religiones» (31).
Es necesario considerar al Vaticano II en el contexto del desarrollo que tuvo lugar en la teología y en la Iglesia. Solamente en este contexto aparece en su verdadera dimensión el problema de un «concilio pastoral», de la renuncia a decisiones definitivas respecto de la fe y de la opción por un «lenguaje pastoral». También en este contexto debe ser reformulada de manera crítica la pregunta: ¿Ha conseguido realmente el Concilio exponer sin falsificarla y con toda claridad la «enseñanza inmutable de la Iglesia» en un «lenguaje pastoral» o es la nueva teología que ha logrado introducirse en los documentos conciliares?

5. Asís: el schibbolet* de la verdadera «comprensión del Concilio»

La «nueva teología» no ha logrado ciertamente elevar la totalidad de los documentos del Concilio a su «nivel moderno». Pero cuando Joseph Ratzinger caracteriza, por ejemplo, la constitución pastoral Gaudium et spes (en relación con los textos sobre la libertad religiosa y las religiones no cristianas) como una especie de «anti-Syllabus», esto significa que la «nueva teología» ha alcanzado una influencia considerable, incluso sobre los fundamentos dogmáticos de varios documentos conciliares (32). Si el propio Pablo VI, el Papa del Concilio, ha debido comprobar con espanto que el «humo de Satanás había penetrado por una fisura en el templo de Dios» (33), tenemos el derecho de preguntar si esta fisura no debería ser buscada en ciertas particularidades del mismo Vaticano II.
Por el ojo de la cerradura del «lenguaje conciliar pastoral» pudo el «anti-espíritu del Concilio» penetrar imperceptiblemente en los documentos, aún cuando sólo fuera por el método de los bosquejos y posteriores interpretaciones. Por la renuncia a la philosophia perennis y a la «terminología de la escuela escolástica» los textos llegaron a ser en su conjunto «permeables» a significaciones varias. Por un «lenguaje conciliar pastoral» se puso «poroso» todo el fundamento. Un sentido profano y forzado pudo introducirse, no solamente a través de una gran fisura, sino también por medio de muchos capilares.
Los partidarios de la «nueva teología» vieron claramente que no podrían crear una «nueva Iglesia» a partir de un «concilio pastoral» sin la ayuda de una «nueva teología», y esto era una cuestión de evolución. Para ello les bastaba la «renuncia» al lenguaje de la Tradición: sólo necesitaban introducir en los textos «formulaciones susceptibles de desarrollo» y de entender y hacer entender todo el Concilio como el comienzo de una «evolución teológica» y de una «renovación dinámica de la Iglesia»(34). Las razones de esta turbulenta evolución post-conciliar en la teología y en la Iglesia podrían también ser buscadas en el carácter híbrido y apócrifo de una cierta manera de pensar conciliar.
Los intentos y las metas del Concilio eran, de hecho, aquélla alianza imposible entre dos teologías opuestas: la tradicional y la «nueva». Esta contradicción, que no fue zanjada definitivamente porque el Concilio desdeñaba el anatema y la definición dogmática, produjo justamente la violenta controversia teológica que ha impreso su sello a toda la era conciliar, y que en el proceso de efervescencia de la accommodata renovatío Ecclessiae ha hecho madurar el culto interreligioso de Asís.
Apelando al «espíritu del Concilio» se introdujo la discusión sobre la «renovación de la Iglesia». La violencia de esta controversia es un índice de la profundidad de esta ruptura histórica, que no se circunscribe sólo a lo pastoral sino que abarca también los fundamentos de la fe.
Conservadores y progresistas apelan de la misma manera a la letra y al espíritu de un mismo y único concilio. Los unos afirman la continuidad del Concilio y de sus tesis con la Tradición, los otros ponen de relieve lo que es absolutamente nuevo y comprueban la ruptura (35). El Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe interviene en la controversia y se esfuerza en clarificar: ¡para él se trata nada menos que de la identidad de la Iglesia Católica! Rechaza referirse a una Iglesia anterior al Concilio y a una Iglesia post-conciliar, a pesar de que no pocos contemporáneos sentían así la profundidad del cambio. El Prefecto defiende la integridad dogmática del Concilio y su continuidad con la Tradición. Pero al hacer su «análisis conciliar» se ve, sin embargo, obligado a discernir entre el «verdadero Concilio» y el «anti-espíritu del Concilio». El «verdadero Concilio» estaría entonces identificado por los documentos procedentes del Concilio (36). Por consiguiente el «anti-espíritu del Concilio», intrigante y omnipresente, no habría dejado ningún rastro en los documentos conciliares. Pero el «anti-espíritu del Concilio» también tiene argumentos. Él sabe igualmente presentar los textos del Concilio que hablan a favor de su «comprensión del Concilio».
Comprensión del Concilio contra comprensión del Concilio. Antaño se hacía el «discernimiento de los espíritus» por medio de los concilios, ¡hoy día se trata del «discernimiento de los espíritus del Concilio»! Ante los incidentes concretos provocados por la renovación conciliar, un buen número de fieles se encuentran, por primera vez en la historia, en la penosa situación de tener que verificar por ellos mismos si los «espíritus de un concilio ecuménico» son «de Dios» o no (I Jn. IV, 1). Esto es lo que ocurre, en todo caso, con lo referente al culto interreligioso de Asís.
Difícilmente se encontrará en la historia de la Iglesia una disputa semejante sobre lo que un concilio ecuménico ha dicho o ha querido decir en realidad, y que, como después del Vaticano II, haya trastornado tanto la vida de la Iglesia. La controversia a propósito de la exacta «comprensión del Concilio» se convirtió en el signo característico de la era post-conciliar. En esta controversia propia de nuestra época, el Papa Juan Pablo II hace no por cierto de la Sagrada Escritura sino del acontecimiento de Asís el schibbolet de la correcta «comprensión del Concilio».

Notas correspondientes al Capítulo II

(1) Cf. Redemptor Hominis 6, 7,11 y 16.
(2) Alocución del 22.10.1986 {Deutsche Tagespost del 25.10.1986).
(3) L’Osservatore Romano del 28.11.1986, pág. 2.
(4) Cf. medio citado, pág. 9-14.
(5) La evaluación del Concilio por Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia (Freiburg-Basel-Viena, 1962-1979), VII., pág. 147.
(6) Cf. Nota (1).
(7) Alocución del 22.10.1986, OR del 2.1.1987, pág. 1.
(8) Hubert Jedin, obra cit., pág. 148.
(9) La convergencia es mencionada en el OR el 28.11.1986, pág. 2. El obispo Mejía habla de «convergencia oculta».
(10) Cf. el análisis de la frase en mi artículo: Theologisches 10 (1986), pág. 730 y sig.
(11) El punto de cambio, o de inflexión, en la teología católica lo constituye la conferencia de Karl Rahner a los miembros de la «Academia Occidental» en Eichstaett el 28.4.1961.
(12) El último período de sesiones del Concilio (Colonia, 1966), pág. 60.
(13) Por ejemplo, dice el texto que acompaña la «Celebración de la Eucaristía en Forma Indígena» (Bangalore, 1980), pág. 5, referente al Vaticano II: «Un nuevo Pentecostés en la Iglesia. El Concilio Vaticano II, guiado por el Espíritu, promueve un período de renovación en la Iglesia».
(14) Discurso de apertura del Concilio (11.10.1962). La primera mención del «Nuevo Pentecostés».
(15) «Introducción General» al «Pequeño Compendio del Concilio». Editado por Karl Rahner, Herbert Vorgrimler (Freiburg-Basel-Viena, 1966), pág. 27.
(16) Cf. Hubert Jedin, obra cit., pág. 103.
(17) Juan XXIII en la primera reunión de la Commissio anteprceporatoria del día 17.5.1959 – Cf.Hubert Jedin, obra cit., pág. 103 y sig.
(18) Alocución de apertura del Concilio por Juan XXIII (11.10.1962).
(19) Alocución citada – Cf. Hubert Jedin, obra cit., pág. 110.
(20) Cf. Hubert Jedin, obra cit., pág. 119 y sig.
(21) Ver el informe breve e impactante de Walter Hoeres en Theologisches 6 (1988), pág. 346 y sig.
(22) Cf. obra cit., pág. 9-15.
(23) Cf. Hubert Jedin, obra cit., pág. 109.
(24) Cf. Karl Rahner, obra cit., pág. 31-33. Se discutió mucho más sobre el latín como el idioma del Concilio (ver Card. Bacci, OR del 3.7.1960).
(25) El ejemplo más elocuente de la capacidad de adoptar y desarrollar ciencia y filosofía occidentales lo constituye Japón, que abrió sus puertas a la influencia occidental recién en 1868.
(26) Un paradigma de esta manera de pensar lo constituye la conferencia de Bernhard Welte, profesor de la Universidad de Friburgo, durante la Semana Universitaria de Salzburgo (23.7 -6.8.1972) sobre «La Crisis de las afirmaciones dogmáticas acerca de Cristo». Welte parte del hecho de que las afirmaciones dogmáticas decisivas sobre Jesucristo, su naturaleza divina y humana, su identidad esencial con el Padre, tal como estas afirmaciones fueron formuladas en los primeros cuatro concilios que se celebraron en las postrimerías de la era antigua, y que a lo largo de más de 1.500 años fueron transmitidas oralmente sin sufrir cambio alguno, entraron en una crisis muy grave. Welte nombra dos motivos, o causas, de ello: Mediante la ciencia moderna, histórico-crítica de la Biblia, la exégesis, se ha puesto cada vez más de relieve la discrepancia fundamental entre los modos de pensar bíblico y pos-antiguo-helenístico. A esto se agrega que la estructura de pensamiento moderna ya no entiende algunos conceptos básicos como, por ejemplo, existencia y naturaleza. Estos conceptos perdieron su sentido original. El mismo lenguaje utilizado para las antiguas afirmaciones sobre Cristo hoy en día resulta incomprensible. El concepto de existencia es, de hecho, el concepto básico totalizador con cuya ayuda en la figura de Jesús la relación entre Hijo y Padre queda expresada en una fórmula abstracta. Pero debemos reconocer la naturaleza relativa, coyuntural, de estas fórmulas. Las mismas son el producto de la filosofía alejandriana reinante en el segundo y tercer siglo después de Cristo, y corresponden a un planteo predominante en aquella época. Como concepto rector de la comprensión bíblica de Jesús podríamos considerar el concepto «acontecimiento» o «evento», que también resulta comprensible para la estructura de pensar moderna. Hoy estamos en presencia de un cambio radical y profundo. A la pregunta si en un caso como el presente se puede hablar de continuidad, Welte contesta: «Si, en lo que concierne a las formas del pensamiento, no, en lo que se refiere a aspectos de fe». {El pensamiento católico, Regensburg, 1972, pág. 136).
(27) Con respecto a cómo es, en última instancia, una nueva Iglesia «desde abajo», imbuida de «espíritu cristiano-marxista», ver L. Boff, «Eclesioge-nese» (Petrópolis, 1977).
(28) Denzinger 2323 – El Magisterio de la Iglesia (Editorial Herder – Barcelona – 1963) Traducción Daniel Díaz Bueno. (Esta versión castellana reemplaza a la del original alemán). [Nota del traductor].
(29) Cf. Joseph Siri – Gethsemani (Aschaffenburg, 1982). Un panorama excelente de las corrientes teológicas de nuestra época; a ello se agrega el análisis sutil de Bernhard Lakebrink, La Verdad en aprietos (Stein am Rhein, 1986).
(30) Ludwig Rütti, Sobre la Teología de la Misión (Munich – Mainz, 1972), pág. 12, 185,215.
(31) Orbis Books, Maryknoll, anunciado para febrero de 1988. – Para la nueva «teología pluralista de las religiones» propuesta por un grupo de teólogos cristianos de distinto origen -protestantes y católicos, hombres y mujeres, gente de Este y de Oeste, pertenecientes al Primer o al Tercer Mundo- el carácter único y singular del cristianismo es solamente un «mito». Para esta «teología cristiana» todas las religiones constituyen caminos de salvación legítimos, y la pretensión del cristianismo de ser la «única religión verdadera» o, al menos, de ser la «mejor religión» pertenece a los «modelos tradicionales» superados. Una consecuencia natural y lógica de esta teoría pluralista es la adopción de una nueva postura frente a los creyentes y las tradiciones de otras religiones. Un ataque frontal contra dicha pretensión absolutista del cristianismo lo constituye el libro de Paul F. Knitter, Un Dios, muchas religiones (Munich, 1988).
( * ) Schibbolet: Signo de reconocimiento (Cf. Jueces XII, 5). Schibbolet (espiga) era el santo y seña de los habitantes de Galaad, que reconocían por su pronunciación a los de la tribu de Efraín.
(32) Servicio Informativo Mundial de la Iglesia, en: Revista Católica Internacional, Communio 4 (1975) 439-454.
(33) Alocución del 29.6.1972.
(34) Karl Rahner, obra cit., pág. 28: «El Concilio es el Concilio del comienzo de una nueva época, es decir, el comienzo de una época que tendrá que ser protagonizada por la Iglesia posconciliar». Es muy aleccionador el intercambio de cartas entre Rahner y Vorgrimler, publicado en «Orientierung».
(35) Es interesante el análisis del renombrado jurista Böckenförde y del teólogo profesor Utz de la «Interpretación de la libertad religiosa por parte del Concilio»en el Deutsche Tagespost del día 18.4.1987, pág. 21 y sig. Böckenförde habla de una ruptura con la tradición mientras que Utz trata de demostrar continuidad.
(36) Cardenal Joseph Ratzinger, La Situación de la Fe (Munich-Zürich-Viena, 1985), pág. 25-40.

Capítulo III - «Signo de contradicción. Una Reflexión sobre Cristo» (*)

Un importante hito en el itinerario teológico de Juan Pablo II hacia Asís son las conferencias de los ejercicios espirituales que el cardenal Wojtyla pronunció en el año 1976 ante el Papa Pablo VI y sus colaboradores más cercanos. Ellas fueron publicadas bajo el título del original italiano: Segno di contraddizione, Meditazioni (Milán, 1977); tanto la traducción alemana: Zeichen des Widerspruchs – Besinnung auf Christus (Herder) como la versión francesa Le signe de contradiction (Fayard) han aparecido en 1979, es decir, después de la elección de Karol Wojtyla como Papa. Con razón se dice en el texto de presentación de este libro: «Se aprende aquí a conocer en profundidad al nuevo Papa». Teología y espiritualidad se compenetran mutuamente, formando una sola unidad.
Las conferencias del retiro no son piadosas exhortaciones, sino una gran meditación teológica y espiritual que parte del centro de la religión, del encuentro de Dios y del hombre, y procura realizar este encuentro o, para emplear la expresión del cardenal Wojtyla, «acercarse lo más posible a Dios y dejarse penetrar por su Espíritu» (pág. 3).
También en las conferencias del retiro el profesor y arzobispo de Cracovia se revela como hombre del Vaticano II. El Concilio Vaticano II es el punto de partida y la base de toda su teología. Los documentos del Concilio son la principal fuente de su «reflexión sobre Cristo». De ellos saca una doctrina de salvación y redención que representa especialmente el fundamento dogmático de su «teología de las religiones». Hablar de una «teología de las religiones» debe, sin embargo, ser comprendido curn grano salís. El cardenal Wojtyla no ha compuesto una exposición sistemática de su teología en conjunto, ni una «teología de las religiones» en particular. No obstante expuso una posición teológica cimentada en los documentos del Concilio y aclarada cada vez mejor en el curso de los años, hasta ser finalmente presentada en forma visible ante el mundo entero en la Jomada mundial de oración de las religiones.

1. El camino del espíritu humano hacia Dios

En la conferencia de introducción a los ejercicios (págs. 1 y ss.) el cardenal Wojtyla describe, apoyándose en San Agustín, la «estructura fundamental de los ejercicios espirituales», el noverim me en relación con el noverim Te (pág. 7). La relación Dios y el hombre, el centro de la religión cristiana, aparece enseguida como el encuentro entre Dios y la humanidad en un horizonte universal. Dice: «La humanidad toma parte en ellos en virtud del principio de un maravilloso intercambio, un intercambio que sólo es posible entre el hombre y Dios, desde el momento en que una vez se hizo realidad entre Dios y el hombre: Admirabile commercium (Lit. de las horas, Ant. 1,1)» (págs. 6 y 7).
Desde esta perspectiva abre el cardenal su retiro con una meditación religiosa universal, con una especie de theologia naturalis religionum que debe preceder a su theologia revelata que sigue (1). Una reflexión sobre el Dios de todos los hombres, «el Dios de infinita majestad» (cap. II) precede a la reflexión sobre el «Dios de la Alianza» (cap. III) y sobre Cristo.

1.1 Una teología natural de las religiones in nuce

En pocos trazos esboza el cardenal Wojtyla un bosquejo de la lucha del espíritu humano con el problema de Dios en el curso de la Historia, y sitúa en la controversia presente su propio punto de vista filosófico, anunciado por el título: «La existencia y la persona» (pág. 18). Concluyendo, relata en un pasaje con el significativo título: «El lenguaje del silencio» (pág. 21) el itinerario que, según su concepción, «conduce el pensamiento del hombre hacia Dios». Reproducimos integralmente y palabra por palabra este pasaje que contiene in nuce la theologia naturalis religionum del cardenal. Las notas explicativas deben servir sólo para una mejor comprensión del texto:
«El itinerarium mentis in Deum emerge de lo profundo de las criaturas y de lo íntimo del hombre. En esta andadura, la mentalidad moderna se apoya en la experiencia del hombre y en la afirmación de la trascendencia de la persona humana. El hombre se supera a sí mismo, el hombre debe superarse a sí mismo. El drama del humanismo ateo -tan agudamente analizado por el padre De Lubac- consiste en despojar al hombre de este su carácter trascendental, en destruir su definitiva significación personal. El hombre se supera tendiendo hacia Dios y de este modo supera también los límites que le imponen las criaturas, el espacio y el tiempo, su propia contingencia. La trascendencia de la persona se halla estrechamente vinculada con la referencia a Aquel que constituye la base fundamental de todos nuestros juicios sobre el ser, sobre el bien, sobre la verdad y sobre la belleza. Se vincula con la referencia a Aquel que es también totalmente Otro, porque es infinito».
«El hombre posee el concepto de la infinitud. Lo emplea, en su labor científica; por ejemplo, en la ciencia matemática. La infinitud encuentra, pues, en él, en su inteligencia, el espacio adecuado para aceptar a Aquel que es Infinito, Dios de inmensa majestad; Aquel de quien la Sagrada Escritura y la Iglesia dan testimonio, diciendo:
«¡Santo, Santo, Santo, Dios del universo! ¡Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria!» A este Dios confiesa el trapense o el camaldulense en su vida de silencio. A El se dirige el beduino en el desierto, cuando llega la hora de la oración. Y tal vez también el budista, que, concentrado en su contemplación, purifica su pensamiento preparando el camino hacia el nirvana. Dios en su trascendencia absoluta, Dios que trasciende absolutamente todo lo creado, todo lo que es visible y comprensible» (págs. 21 y 22).
Esta theologia naturalis religionum in nuce hace tres afirmaciones esenciales a propósito del itinerario del espíritu humano hacia Dios:
El itinerario del hombre hacia Dios parte «de lo profundo de las criaturas», «de lo íntimo del hombre». Este punto de partida se apoya en la mentalidad existencialista moderna.
En su esfuerzo por encontrar a Dios el hombre se supera a sí mismo. Vence los límites que le han sido impuestos por las criaturas, el espacio y el tiempo y aún por su propia contingencia. Esta trascendencia de la persona humana se refiere al«Infinito», Aquél que representa el fundamento de todas nuestras afirmaciones sobre «el ser, el bien, la verdad y la belleza». ¿Se trata por consiguiente de una trascendencia interior, de un itinerario hacia lo trascendental en el sentido de un idealismo existencialista?
La inmensidad encuentra en la inteligencia del hombre el lugar adecuado para recibir al Dios infinito. Esto significa, pues, que el infinito espacio interior de la inteligencia humana es el lugar adecuado para el encuentro del espíritu humano con el«Dios de infinita majestad».
Estas especificaciones sobre la condición natural del espíritu humano conducen a una theologia naturalis religionum cuando se aplican a los hombres de diferentes religiones. Estamos aquí en presencia de los fundamentos espirituales del acontecimiento de Asís: «El Dios de infinita majestad» es el Dios que el trapense, «en su vida de silencio» confiesa como Dios trinitario, al cual sin embargo también se dirige el musulmán cuando le habla a Alá, y es él quien prepara al budista el camino de la salvación personal en el Nirvana. Las diferencias esenciales que existen entre cada religión no constituyen un obstáculo. De ellas se hace abstracción, pues ellas no juegan evidentemente un papel decisivo en el encuentro trascendente entre Dios y el hombre. En efecto, el «Dios de infinita majestad» es un Dios que, «en su trascendencia absoluta», supera sencillamente «todo lo creado, todo lo que es visible y comprensible». Estas afirmaciones del cardenal expresan ya su apreciación positiva de las religiones no cristianas como vías de salvación. Es entonces legítimo reformular una aserción tan capital en términos más concretos:
A este universo visible y tangible pertenecen naturalmente también todas las religiones históricas; pertenecen el judaismo, el cristianismo, el islam y el budismo con sus concepciones de Dios y vías de salvación, históricamente comprensibles pero que se contradicen mutuamente. Pero «en su trascendencia absoluta», el «Dios de infinita majestad» –hacia el cual, a pesar de sus oposiciones aparentes, se dirigen con éxito (según parece) los adeptos de diferentes religiones- está por encima de todo eso. Bien se puede designar bajo nombres diferentes al trascendente Absoluto y recorrer los diferentes caminos de salvación, pues de todos modos todo esto queda en el dominio de lo visible y lo tangible. Al fin y al cabo el culto de todas las religiones se dirige al «Dios de infinita majestad», que en su absoluta trascendencia supera a todas las religiones históricas (2).
A este Dios que está por encima de todas las religiones corresponde el homo religiosus que está detrás de todas las religiones históricas concretas. En tanto que hombre es capaz, en lo recóndito de su existencia y en razón de su trascendencia personal, de recibir en el interior infinito de su inteligencia al Dios de infinita majestad. Un tal encuentro entre el Dios trascendente y la persona humana trascendente se produce naturalmente en la trascendencia, es decir, en un dominio situado fuera «del espacio y del tiempo», más allá «de todo lo creado, visible y tangible», por tanto también más allá de todas las religiones históricas concretas. El encuentro entre Dios y el hombre es una experiencia que supera la conciencia habitual y el conocimiento racional, y que se realiza verdaderamente en lo más profundo del espíritu humano por una razón meta-empírica, y finalmente con miras a la unión. En una palabra, es un fenómeno místico, es la Unió mystica.
Esta manera de entender las afirmaciones del cardenal estaba ya insinuada por el título de todo este pasaje: «El lenguaje del silencio». El lenguaje del silencio es el lenguaje de la mística (3). Pero la explicación que sigue inmediatamente confirma directamente esta impresión:
«Durante su primera sesión, el Sínodo de los Obispos se ocupó ya entre otras cosas del problema del ateísmo. Los monjes de las órdenes contemplativas enviaron al Sínodo una carta sumamente reveladora. En ella expresaban su comprensión frente a la actitud de los ateos contemporáneos, tratando de considerarla a través de su propia experiencia, es decir, como hombres de fe, de oración y de total dedicación a Dios, los cuales, a pesar de todo, no están libres de las tinieblas del espíritu y de los sentidos. ¡He aquí una paradoja del Dios de infinita majestad, del Dios trascendente!
San Juan de la Cruz nos ha dejado un testimonio hermosísimo de semejante experiencia:
“Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes;
Para venir a lo que no posees,
has de ir por donde no posees;
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres”».

El cardenal menciona aquí la postura de los ateos -podría decirse la noche oscura del ateísmo- en relación con la experiencia mística de la «noche oscura de los sentidos» y «del espíritu», que ha descrito San Juan de la Cruz. Podría tratarse tal vez de una tentativa para hacer comprensibles las afirmaciones del último Concilio, según las cuales los ateos pueden salvarse (Lumen Gentium n. 16). Por añadidura, el puente tendido entre los ateos y los contemplativos es de importancia fundamental: Si el encuentro entre Dios y el hombre, en el caso extremo del ateísmo, está presentado como la posibilidad de una experiencia trascendente, entonces esto vale asimismo a fortiori para el homo religiosus en cualquier religión.
Las frases místicas de San Juan de la Cruz constituyen la introducción para las expresiones del cardenal sobre la Iglesia, concluyendo el capítulo sobre el «Dios de infinita majestad»:
«La Iglesia del Dios viviente congrega a todos los hombres, que en cualquier forma toman parte en esta maravillosa trascendencia del espíritu humano. Y todos ellos saben que nadie logrará colmar sus deseos más profundos, sino el Dios de infinita majestad (cf. Gaudium et spes nº 41). La manifestación de esta trascendencia de la persona humana la constituye la oración de fe, pero en ocasiones también el profundo silencio. Este silencio que a veces parece separar al hombre de Dios, es, no obstante, un acto especial de la unión vital entre Dios y el espíritu humano».
«La Iglesia de nuestro tiempo se ha hecho particularmente consciente de esta verdad y, por ello, a su luz ha logrado redefinir en el concilio Vaticano II su propia naturaleza»
(págs. 23 y 24).
Como todos los hombres tienen parte ontológicamente en la «maravillosa trascendencia del espíritu humano», «la Iglesia del Dios viviente» reúne a toda la humanidad. «La Iglesia del Dios viviente» y la humanidad coinciden por principio en lo recóndito de la experiencia trascendente de Dios.
La «Iglesia de nuestro tiempo» se ha vuelto «particularmente consciente de esta verdad» y «a su luz» ha redefinido durante el Vaticano II «su propia naturaleza». La nueva consciencia que «la Iglesia de nuestro tiempo» tiene de sí misma ha encontrado en el culto interreligioso de Asís una representación visible para todos. La theologia naturalis religionumcontiene ya los principios filosóficos de un acontecimiento de este género. No obstante, sólo la theologia revelata del cardenal -su justificación teológica a partir de la revelación cristiana- conduce a su perfecta comprensión. Pero antes de hacer un análisis detallado del asunto, permítasenos algunas observaciones críticas a propósito de la theologia naturalis religionum del cardenal.

1.2 Observaciones críticas

El centro de la theologia naturalis del cardenal Wojtyla es el «encuentro entre Dios y el hombre», su particularidad es la apariencia místico-existencialista del homo religiosus y del «Dios de infinita majestad».
Las afirmaciones filosóficas del texto de las conferencias del retiro transcriptas anteriormente a propósito de la constitución ontológica del hombre en su encuentro con el Dios de majestad infinita no bastan para un análisis crítico (4). Unívoco es, sin embargo, el punto de partida de la experiencia subjetiva de la existencia que finalmente coincide con la experiencia mística. Esto sólo ya significa que Dios puede ser experimentado en principio por todo hombre.
La coincidencia entre filosofía y mística tiene una gran tradición no solamente en el pensamiento oriental sino también en el pensamiento occidental. Que se piense en las Enéades de Plotino (203-269 d.C.) y en el neoplatonismo con sus irradiaciones. Para comprender al erudito profesor Karol Wojtyla será instructivo buscar el origen de su pensamiento especialmente en la fenomenología de Max Scheler y en la mística de Juan de la Cruz (5).
La primera afirmación fundamental de la theologia naturalis del cardenal puede ser enunciada en la tesis siguiente: En razón de su existencia, de su trascendencia personal y de la infinitud interior de su inteligencia, el hombre como hombre es capaz de recibir al Dios infinito (6). Contrariamente a esto, es doctrina de la Iglesia que la gracia (quoad substantiam) es una condición necesaria para la recepción de Dios. La dificultad que surge aquí no está sino aparentemente resuelta por la tesis del cardenal sobre la salvación universal, que evidentemente ya está subyacente en su theologia naturalis. Incluso si se admite en efecto la coincidencia entre naturaleza y gracia, persiste el problema de la absoluta gratuidad de la gracia y de la necesidad de su aplicación a los hombres manchados por el pecado original y necesitados de redención (Dz. 811-813). En el punto de partida existencialista del «ser, desde el punto de vista de la existencia» (pág. 19), «de lo profundo»y de lo «íntimo del hombre» (pág. 21) hay también notoriamente una dependencia con respecto del subjetivismo y un defecto de anclaje ontológico de la theologia naturalis en un objeto trans-subjetivo (ver San Pablo: Rom. 1,19 y las cinco vías de Santo Tomás; es seguro que ambos conocen también los rudimentos interiores que vienen de la conciencia).
Como segunda afirmación fundamental del cardenal podemos formular la siguiente tesis: Dios, al que el hombre encuentra, es el «Dios de infinita majestad» «de quien la Sagrada Escritura y la Iglesia» confiesan como tres veces santo. Basta echar un vistazo al profeta Isaías (VI, 1 y ss.) para comprobar el error. El Dios tres veces santo no es un super-Dios a quien cualquier hombre -sea judío, cristiano, musulmán o budista- se dirige de la misma manera. Él no es un Deus major Deo en el origen de todas las religiones, sino justamente lo contrario: Yahvé es precisamente en el capítulo VI de Isaías el Dios del pueblo elegido, que se revela en la historia como el Dios único y «celoso». En el celo de Yahvé por su unicidad se manifiesta «la más personal revelación de su esencia» (7). El Dios de la revelación bíblica no está dispuesto a compartir su derecho a la exclusividad «de la veneración y del amor con cualquier poder divino» (8). Su «santo celo» es de una «tajante intolerancia» (9). No se puede reivindicar con menos fundamento por una theologia naturalis al Dios «que la Sagrada Escritura y la Iglesia» confiesan, no se puede desfigurar más profundamente al Dios de la revelación histórica que como se lo hace aquí, haciendo abstracción de toda la historia objetiva. Se hace del Dios de la revelación histórica una abstracción filosófica y, como tal, comunicable a todos los hombres y a todas las religiones.
Recurriendo por principio a la interioridad, a la subjetividad y a la mística, la theologia naturalis religionum del cardenal realiza una abstracción total respecto de la historia. Todo se concentra así más allá de la experiencia en el encuentro trascendente o la unión mística del hombre con Dios. La cuestión del papel intermediario de la religión en cuanto tal pasa a ser, de este modo, secundaria, pero recibe indirectamente una respuesta positiva por el hecho de que el cristiano, el musulmán y el budista alcanzan de manera idéntica al Dios de majestad infinita.
El encuentro trascendente en la trascendencia personal del hombre y la absoluta trascendencia de un Dios abstracto, encuentro que, por definición, tiene lugar más allá «de todo lo creado, lugar y tiempo», de todo lo que es «visible y tangible», escapa lógicamente a toda apreciación filosófica. Debería dejarse este encuentro del hombre concreto con el Dios concreto al dominio íntimo de la gracia, para lo cual sólo Dios es competente. El Vaticano II ha reconocido expresamente que Dios puede conducir a la fe también a los no cristianos, que no conocen al verdadero Dios, por caminosque sólo Él conoce (10). En consecuencia querer inmiscuirse en el dominio íntimo de la gracia, reservado sólo a Dios, es una presunción humana.
En lo concerniente al itinerario místico, se puede resumir en forma general como sigue: Según la actual ciencia de las religiones, la emoción religiosa o «la experiencia mística de Dios» es considerada como base de todas las religiones (11). La experiencia individual o Unio mystica representa el punto culminante de una tal experiencia. La experiencia individual es una realidad que no puede ser negada y un fenómeno universal en la historia de las religiones. Ella no se produce solamente en las diferentes formas de meditaciones trascendentales, sino también en los ejercicios de grupo completamente profanos (12). Esto significa que se trata, en la experiencia mística individual, del empleo de una potencia de la psiquis humana, pero de esto nada puede concluirse sobre la efectiva unión del alma humana con el verdadero Dios. Incluso en la mística cristiana se distinguió siempre rigurosamente entre mística verdadera y falsa (13).
Los criterios de autenticidad de las experiencias místicas, a los que también debían someterse los santos místicos, eran la fe católica y la heroicidad de las virtudes. Si estos criterios cum grano salis valen también para los místicos no cristianos, un juicio con mayores reservas se impondría respecto de ellos.
El cardenal Wojtyla hace un paralelo entre la noche oscura del ateo y la «noche oscura del espíritu y de los sentidos» de San Juan de la Cruz. De esta manera se ignora una diferencia esencial: en la noche oscura de los santos místicos es la fe – que precisamente falta en los ateos – la que debe pasar su prueba de fuego (14). El fundamento de la existencia cristiana es la fe. Y es ella la raíz de la mística cristiana.
La tesis, según la cual «la unión viviente entre Dios y el espíritu del hombre» se realiza nada menos que en una trascendencia sobrenatural o en una experiencia mística individual, carece de todo fundamento sólido.
La tesis del cardenal: «La Iglesia del Dios viviente congrega a todos los hombres, que en cualquier forma toman parte en esta maravillosa trascendencia del espíritu humano» conduce ya hacia la theologia revelata, aquélla que es verdaderamente la teología del cardenal. Como la trascendencia es una propiedad ontológica de la persona humana, todos los hombres, la humanidad entera debería pertenecer a la «Iglesia del Dios viviente». De esta «verdad» «la Iglesia de nuestro tiempo se ha hecho particularmente consciente».
Esta afirmación del cardenal pretende ser apasionante: A la luz de esta «verdad» recientemente conocida -¡no aquélla de la Revelación!- la Iglesia «ha logrado redefinir su propia naturaleza» en ocasión del Concilio Vaticano II. La redefinición de la esencia de la Iglesia por el Concilio es un acto que tiene un significado dogmático fundamental. Cabría preguntar si la nueva definición de la esencia de la Iglesia es conciliable con aquélla anterior al Concilio. ¿La «Iglesia de nuestro tiempo», que ha expuesto visiblemente a todos su nueva naturaleza en Asís, es aún esencialmente idéntica a la Iglesia de siempre?
La theologia naturalis religionum coincide en su postura central con la theologia revelata: Existe aquí una misteriosa unidad de todos los hombres en la «Iglesia del Dios viviente» y la «Iglesia de nuestro tiempo», cuya naturaleza fue redefínida por el Vaticano II. Si este es el caso, entonces la tan citada frase del Concilio según la cual la Iglesia es el «sacramento universal de salvación» adquiere un sentido específico: la Iglesia llega a ser el signo visible de la redención universal. La tarea de la Iglesia consistiría, entonces, en «familiarizar» a la humanidad con el misterio de su oculto cristianismo, y hacer categóricamente «consciente» lo que ya está existencialmente presente. La «toma de conciencia» sería lo decisivo. Fe, bautismo e Iglesia no tendrían ningún significado determinante para la salvación.

La tesis de la redención universal ¿axioma de la teología de Karol Wojtyla?

El cardenal Wojtyla comienza la meditación: «El esposo está con vosotros» (Cap. XI) con un texto clave de la Constitución pastoral Gaudium et spes (nº 10), para sacar en primer lugar de ese texto la enseñanza del Concilio sobre la redención (2.1), que él profundiza enseguida en un discurso muy imaginativo sobre Cristo (el esposo de la Iglesia), el hombre y toda la humanidad, de manera especialmente contemplativa e interior (2.2). Vamos a seguir la estructura de esta meditación.

2.1 La enseñanza del Concilio sobre la redención en la interpretación del cardenal

El texto conciliar extraído de Gaudium et spes (nº 10) dice lo siguiente:
(a) «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (pág. 117).
El cardenal Wojtyla formula el siguiente comentario a este texto:
(b) «El nacimiento de la Iglesia en el momento de la muerte mesiánica y redentora de Cristo, fue también, sustancialmente, el nacimiento del hombre, y lo fue con independencia del hecho de que el hombre lo supiera o no lo supiera, lo aceptase o no. En ese momento el hombre pasó a una nueva dimensión de su existencia, concisamente expresada por San Pablo: «in Christo» (Rom. VI, 23; VIII, 39; IX, 1; XII, 5; XV, 17; XVI, 7 y en otras Cartas). El hombre existe «in Christo», y así existía desde el principio, en el eterno designio de Dios; pero por medio de la muerte y de la resurrección es como esta «existencia en Cristo» se convirtió en un hecho histórico, radicado en el tiempo y en el espacio» (pág. 117 y 118).
Los dos textos, tanto el del Concilio como el del cardenal, están redactados en el estilo del «lenguaje pastoral conciliar». Estamos pues obligados algunas veces a interpretar las afirmaciones teológicas de ambos textos por medio de los conceptos precisos de la enseñanza de la Iglesia y de la teología tradicional. Trabajo poco agradable cuando se piensa que se trata de una cuestión dogmática que en el «sistema católico» podría ser expuesta en pocas frases de manera perfectamente clara ( * ).
( * ) Se debe tener en cuenta que el Cardenal Wojtyla no presentó su tesis de la redención universal en una forma clara, carente de contradicciones. También en las «Meditazioni» se encuentran algunas frases que no parecen compatibles con la tesis de redención universal. (Por ejemplo, pág. 206 y sig.). Pero detrás de esa «mezcla» de teología, espiritualidad y modernidad convencionales la tesis de la redención universal constituye una idea rectora desde el punto de vista teológico.

A propósito del texto conciliar (a).

Por lo que a nuestro tema concierne, las siguientes proposiciones son de una importancia capital: el Concilio, en un resumen pastoral, confiesa la fe tradicional de la Iglesia en el único Redentor, en la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, en el sacrificio redentor de Cristo y en la Gracia salvífica. En el lenguaje tradicional de la Iglesia estas verdades pueden ser expresadas con más precisión de la siguiente manera: Dios quiere la salvación eterna de todos los hombres. Por eso Él da no sólo a todos los justos sino a todos aquellos que sin falta de su parte son incrédulos, la gracia suficiente para la salvación. En razón de la unicidad del Redentor y de su sacrificio, esta gracia salvífica es siempre gratia Christi (l5). Todas estas declaraciones de fe de la Iglesia sobre la redención de la humanidad se refieren a la universalidad objetiva del plan divino redentor. En cuanto al aspecto subjetivo de la redención, que se trata en el dogma bajo el título de «justificación del pecador», el texto conciliar bien interpretado no dice palabra.
Como se trata de una distinción fundamental, tanto para nuestro tema como para la enseñanza de la Iglesia, pero cuya comprensión hoy día no es corriente a todos, vaya una breve exposición de esta cuestión dogmática: El hombre-Dios Jesucristo, por la satisfacción ofrecida a Dios en lugar nuestro y los méritos que Él nos ha obtenido como Redentor, ha realizado la reconciliación de la humanidad con Dios. No obstante esta redención objetiva universal debe ser asumida y apropiada por cada uno en particular para la redención subjetiva. El acto por el cual es aplicado a cada hombre el fruto de la Redención se llama justificación (dikaïoosis, justificatio) o santificación (hagiasmös, sanctificatio). Y la gracia de Cristo designa el fruto de la Redención misma.
El principio de la redención subjetiva es el Dios trinitario. La comunicación de la gracia, en cuanto obra del amor divino, es atribuida al Espíritu Santo, aunque sea una obra común a las tres personas. La redención subjetiva no es, sin embargo, únicamente obra de Dios, sino que ella reclama la libre colaboración de parte del hombre dotado de razón y de libertad (Dz. 799). En esta cooperación entre la gracia divina y la libertad humana reposa el misterio insondable de la enseñanza sobre la gracia.
Para la consecución de esta redención subjetiva Dios ayuda al hombre no solamente por un principio interno, la fuerza de la gracia, sino también por un principio externo, que es la actividad de la Iglesia enseñando, gobernando y dispensando la gracia de Cristo en los sacramentos. La meta de la redención subjetiva es la eterna beatitud en la contemplación de Dios (16).

A propósito del comentario del cardenal (b).

En las frases de la constitución pastoral citadas más arriba descubre el cardenal Wojtyla como un enunciado de la fe de la Iglesia, lo que podría ser expresado como sigue:
En el momento de la «muerte redentora de Cristo» se consuman al mismo tiempo el «nacimiento de la Iglesia» y el«nacimiento del hombre». Muerte redentora de Cristo -nacimiento de la Iglesia- nacimiento del hombre: el vínculo establecido muestra claramente que el nacimiento del hombre significa su «nuevo nacimiento» sobrenatural, la comunicación del ser en Cristo. Esta realidad sobrenatural está exactamente representada por la expresión «nueva dimensión» de la existencia humana. Pero esto está dicho también expressis verbis. La hora del nacimiento de la Iglesia ha sido pues, según el cardenal Wojtyla, el nacimiento del hombre en la gracia. Ya no se puede en realidad hablar más de un «nuevo nacimiento».
Apenas pueden entenderse, pues, las palabras del cardenal, aún en el sentido de la universalidad objetiva de la redención. Preguntemos, entonces, de manera precisa: ¿significa la afirmación del nacimiento simultáneo de la Iglesia y del hombre que todo hombre, redimido subjetivamente como hijo de Dios, recibe una existencia en el Hijo de Dios? Parece ser así pues el nacimiento del hombre, por el cual él recibe el «ser en Cristo», sucede «independientemente de que el hombre lo sepa o no, de que lo acepte o no».
A la vez que el cardenal ordena sus ideas en un contexto amplio y general, fundamenta su tesis sobre el plan salvífico universal de Dios. Él distingue allí un aspecto eterno y un aspecto temporal: según el plan de salvación eterna en Dios, el hombre existe «desde el comienzo», es decir desde la eternidad, «en Cristo». Este plan de salvación eterna se realiza en el tiempo, es decir en la historia, por la obra redentora de Cristo. Pues «por la muerte y la resurrección, este ser en Cristo se convirtió en un hecho histórico arraigado en el espacio y el tiempo». Por consiguiente, el nacimiento sobrenatural del hombre- como la muerte redentora de Cristo y el nacimiento de la Iglesia-, sería «un hecho histórico», indiferente de que el hombre «lo sepa o no, lo acepte o no». Todo da a entender que el cardenal enseña tanto la universalidad objetiva cuanto la universalidad subjetiva de la Redención.
La fe católica tradicional nos dice que la Iglesia ha nacido en el momento de la muerte redentora de Cristo. Pero es una nueva fe afirmar que el «nacimiento de la Iglesia» ha sido al mismo tiempo el «nacimiento del hombre» (a la gracia), «independientemente de que el hombre lo sepa o no, lo acepte o no». La fe católica tradicional enseña que todos los justos ab origine mundi por la Gracia de Dios pertenecen de una manera u otra a la Iglesia de Cristo, Salvador del mundo. Pero es una nueva fe decir que el «nacimiento de la Iglesia» implique automáticamente el «nacimiento de la humanidad» (a la gracia).
Esta teoría de la salvación universal tiene en la teología moderna el sentido de una «revolución copemicana», que Karl Rahner ha formulado de una manera sorprendente: Si todos los hombres -lo sepan o no, lo quieran o no- gracias a la muerte y resurrección de Cristo adquieren el «ser en Cristo», se puede entonces considerar a los no cristianos como «cristianos anónimos», y a la humanidad no cristiana como un «cristianismo anónimo».
Pero como se trata de una tesis que funda toda la teología de la Iglesia sobre una nueva base, es necesario preguntamos si tal vez, en razón de su «lenguaje conciliar pastoral», hayamos comprendido mal al cardenal. Por eso la pregunta: ¿Formula el cardenal Wojtyla, en otro lugar de las conferencias del retiro, la tesis de la universalidad objetiva y subjetiva de la Redención en términos dogmáticos absolutamente claros, que excluyen toda ambigüedad? ¿Encontramos, por ejemplo, la formulación dogmática clara afirmando que todos los hombres no sólo son redimidos por la cruz de Cristo (objetivamente) sino también son justificados (subjetivamente)?
La respuesta la da un pasaje de las conferencias del retiro en el cual se habla igualmente de la realización en la historia del plan divino de salvación (págs. 112 y 113):
«Ecce nova facio omnia… Este es un punto de la historia en el que todos los hombres son, por así decirlo, concebidos de nuevo y entran en la trayectoria nueva del designio de Dios, que el Padre preparó en la verdad de la Palabra y en el don del Amor. Punto en el que la historia del hombre comienza de nuevo, independientemente, si así podemos hablar, de los condicionamientos humanos. Este punto pertenece al orden divino, al modo divino de ver al hombre y el mundo. Las categorías humanas del tiempo y del espacio son casi absolutamente secundarias. Todos los hombres, desde el principio del mundo y hasta su final, han sido redimidos y justificados por Cristo y por su cruz».
El cardenal sostiene, pues, la tesis según la cual todo hombre «existe en Cristo» o posee «el ser en Cristo» «según el plan divino de salvación, desde el comienzo», de manera que «todos los hombres, desde el principio del mundo y hasta su final, han sido redimidos y justificados por Cristo y por su cruz». Por consiguiente se encontraría toda la humanidad, desde el comienzo hasta el fin del mundo, en posesión de la gracia santificante en el estado de una redención efectiva (17). A esta tesis corresponde el hecho llamativo de que los momentos subjetivos de la redención, como la justificación por la fe y la santificación en el sentido de la enseñanza tradicional de la Iglesia, son totalmente silenciados. Más aún: son reducidos al mínimo o directamente negados. Así, se dice que la redención del hombre se produce independientemente de él, «que él lo sepa o no, que él lo acepte o no». Aún más: «Las categorías humanas del tiempo y del espacio son casi absolutamente secundarias». ¡Qué queda aquí de la seriedad trágica y del carácter decisivo de la verdadera historia de la salvación para obtener la vida eterna o la eterna condenación, como se atestigua en el Evangelio y en la historia de la Iglesia!
Nosotros podemos dar por sentado que el cardenal Wojtyla defiende la tesis de la universalidad objetiva y subjetiva de la salvación, y por consiguiente, de la salvación universal.
La salvación universal coincide con la theologia naturalis religionum del cardenal Wojtyla: La «trascendencia admirable del espíritu humano» aparece en su theologia revelata como el oculto «ser en Cristo» de todos los hombres. Esta «reflexión sobre Cristo» es un hito en el itinerario teológico de Juan Pablo II hacia Asís. Al lado de las razones filosóficas se encuentran los motivos teológicos del culto común de todas las religiones: ¡la tesis de la salvación universal!
Para sostener esta tesis, que nunca ha sido enseñanza de la Iglesia, el cardenal Wojtyla apela a un documento oficial del Concilio. ¿Es esto legítimo?
La comparación entre el texto conciliar y el comentario del cardenal nos brinda un ejemplo clásico de lo problemático del«lenguaje conciliar pastoral» y de la hermenéutica de Karol Wojtyla.
No se encuentra palabra alguna en el texto conciliar sobre un «nacimiento de la Iglesia» o «del hombre». El comentario del cardenal va manifiestamente más allá de la redacción del texto. El comentario pone, por otro lado, el énfasis principal sobre la realidad de la universalidad de la redención subjetiva, de la cual en el texto del Concilio no se habla. Aún admitiendo que el «lenguaje pastoral» del texto conciliar esté abierto para amplias interpretaciones, el comentario sobrepasa no obstante con su interpretación el límite trazado por el Dogma de la Iglesia. La tesis de la redención universal no encuentra en la letra del citado texto conciliar ninguna base sólida.
El arzobispo de Cracovia, sin embargo, ha cooperado él mismo como Padre conciliar en la Constitución pastoral y debía estar bien al tanto de las intenciones de los redactores de este texto. Quedaría por saber si su interpretación no refleja el sentido oculto del texto conciliar. Esto no es sino un ejemplo del dilema que el «lenguaje conciliar pastoral» suscita frecuentemente para la interpretación de los documentos del Concilio.

2.2 La Redención según el cardenal Wojtyla, expresada por las imágenes de cabeza y cuerpo, y de esposo y esposa

Después de haber extraído de la Constitución Pastoral Gaudium et spes (n. 10) su pensamiento sobre la redención, el cardenal Wojtyla lo expresa de nuevo en la imagen de la cabeza y del cuerpo, y en la del esposo y de la esposa. Todo el capítulo XI tiene por título: «El esposo está con vosotros» (pág. 117). Él utiliza este modo de descripción gráfica, bíblica y tradicional, en el contexto de una meditación sobre la muerte de Cristo, la resurrección, el envío del Espíritu, y la prolonga poniéndola en relación con los sacramentos del bautismo, de la eucaristía y del matrimonio. Concentrémonos particularmente sobre el núcleo dogmático de la meditación: sobre la relación de esposo y esposa.
En el centro de las explicaciones se encuentra la relación nupcial de Cristo respecto de la Iglesia, «la Iglesia como cuerpo y esposa de Cristo» (pág. 124). Se lee a este propósito: «Cristo es cabeza de la Iglesia como Cuerpo suyo; Cristo es Esposo de la Iglesia, que es su Esposa» (pág. 125).
Esta afirmación tradicional es profundizada teológicamente y aplicada a la redención: La redención es, en cierto modo, una unión conyugal que Cristo contrajo con su Iglesia por su Muerte y su Resurrección.
Por consiguiente el «nacimiento de la Iglesia en el momento de la muerte mesiánica redentora de Cristo» (pág. 117) es al mismo tiempo la hora de sus esponsales con el divino esposo, o dicho en otros términos:
«La muerte de Jesucristo en la cruz, como acto de amor supremo: amor Dei usque ad contemptum sui, (amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo [San Agustín] - Nota del Editor), tiene carácter redentor y al mismo tiempo carácter de amor de Esposo» (págs. 121 y 122).
La relación entre sacrificio redentor y esponsales está definida de manera aún más precisa:
«Y así es precisamente el amor de Cristo-Esposo, es decir, enraizado, por decirlo así, en la cruz y en el sacrificio. ¡El Redentor es el Esposo, por el hecho mismo de ser Redentor! Él aporta a la Iglesia su Don, y lo puede hacer, porque antes se ofreció a sí mismo en sacrificio sangriento» (pág. 126).
Así, no existe entonces una diferencia esencial entre el amor del Redentor y el amor del Esposo. Ellos forman más bien una unidad y son esencialmente idénticos: Cristo es, como Redentor, también Esposo. Todos los textos citados más arriba se refieren a la relación de Cristo, el Redentor y Esposo, con la Esposa que Él ha redimido, la Iglesia. Respecto de esto, ellos se ajustan absolutamente a la Escritura y a la Tradición.
Pero partiendo de la relación nupcial de Cristo con la Iglesia se hace entrar siempre a toda la humanidad en el núcleo de aquella relación única. Es así como el cardenal Wojtyla – ¡sin distinciones teológicas! – se dirige con la misma inspiración a la Iglesia, a cada hombre y a toda la humanidad:
«¡He aquí que el Esposo está con vosotros! (…) Está con la Iglesia, está con cada hombre, y con toda la familia humana» (pág. 120).
O también:
«Porque parece necesario recordar y repetir a los hombres de nuestro tiempo: ¡El Esposo está con vosotros! Vosotros sois amados hasta la donación plena, definitiva. He aquí lo que nos ha dejado Jesús en depósito, en herencia: el amor a todos los seres humanos» (pág. 129).
O este exacto resumen, en la primera frase del siguiente capítulo:
«Como decíamos al terminar la meditación anterior, el amor de Cristo, el cual amó a la Iglesia y se entregó por ella (Ef. V, 25 / Gál.II, 20), el amor del Esposo se dirige a todo hombre» (pág. 130).
Nuestra pregunta es la siguiente: ¿Es aplicable la imagen mística de la relación nupcial de Cristo con su Esposa la Iglesia, de manera unívoca también para la relación de Cristo con cada hombre y con toda la humanidad? Si así fuera, entonces las consideraciones sobre el Esposo y la Esposa no serían sino una expresión gráfica de la tesis de redención universal.
Profundicemos más la parte final del texto arriba citado (pág. 130): la frase resume todo lo que ya estaba dicho y lo retrotrae al punto principal. Así aparece claramente su sentido: se dice sin ambigüedad que el amor de Cristo, esposo de la Iglesia, «se dirige a todo hombre». Así, existiría la misma relación nupcial entre Cristo y su Iglesia y entre Cristo y toda la humanidad. Esta conclusión no sería sino la consecuencia lógica de la tesis del cardenal, según la cual la muerte redentora de Cristo no fue solamente el nacimiento de la Iglesia, sino también el nacimiento de cada hombre en la Gracia, «con independencia del hecho de que el hombre lo supiera o no lo supiera, lo aceptase o no» (pág. 117).
Esta interpretación encuentra un aval en las numerosas declaraciones del cardenal que tienen directamente como objeto la relación de Cristo con cada hombre. Esta relación está descrita como un «vínculo indisoluble» con el «Dios vivo», vínculo que por la Muerte y la Resurrección de Jesús ha sido «realizado con toda persona y con todo el género humano» (pág. 120). La relación de Cristo con «cada alma humana» (pág. 124) está descrita como una «donación plena, definitiva» (pág. 129) y una unión con «todo hombre» (pág. 132).
Este es el resultado provisorio que podemos deducir: En el momento en que el cardenal Wojtyla aplica a la relación de Cristo con toda la humanidad la imagen del amor de Cristo, el Esposo, por la Iglesia, su Esposa, la convierte en representación gráfica de la Redención universal.
Sin embargo, a pesar de que nuestra interpretación parece clara, planteamos no obstante la pregunta: ¿no sería posible entender también las formulaciones del cardenal en el sentido de la Sagrada Escritura y de la Tradición?

2.3 La Redención expresada en la Escritura y la Tradición bajo la imagen de la cabeza y del cuerpo, del Esposo y de la Esposa

La Sagrada Escritura, los Padres y la teología clásica frecuentemente han expresado el misterio de la redención por Cristo utilizando la imagen de la cabeza y del cuerpo, del Esposo y de la Esposa. Encontramos en la época actual un compendio y una profundización teológica en las obras magistrales de Matthias Joseph Scheeben (18). Aunque el cardenal Wojtyla pone en primer plano de su meditación la mística nupcial y a pesar de que la imagen de la cabeza y del cuerpo sólo adquieren importancia en el capítulo siguiente de su libro, queremos no obstante considerar ahora los dos aspectos, según la exposición resumida de Scheeben (19). Un bosquejo que solamente haga resaltar los puntos principales es aquí suficiente.
Según Scheeben, el Hombre-Dios es la cabeza de toda la creación, en particular del género humano. Con esto queda determinado el lugar de Cristo en el universo y en el género humano: la denominación cabeza expresa que el Hombre-Dios es el miembro más destacado de un gran todo, al cual Él mismo pertenece.
El género humano, en razón de su descendencia común de Adán, forma ya una unidad de especie. Cristo, el segundo Adán, sobrepasa infinitamente al primero como Hombre-Dios. Por su encamación, el Hombre-Dios no solamente ha aceptado y asumido su propia naturaleza humana sino que de este modo se ha apropiado todo el género humano, lo acogió en sí y se ha atado y unido a él. La frase: Cristo es la cabeza del género humano quiere decir, según eso, que la especie humana sólo en razón de la Encamación es acogida, como un todo, en la persona del Verbo. Se la llama «su Cuerpo» e incluso, en sentido más amplio, el «cuerpo místico de Cristo» (20).
La Encamación del Logos significa, como tal, la elevación y la promoción de todo el género humano: «Como cabeza, el Hombre-Dios eleva a toda la humanidad a una altura incomprensible e inconmensurable de dignidad, de vida y de actividad» (21).
Es necesario distinguir entre la unidad de Cristo con todo el género humano, y solamente en razón de su Encamación, en tanto cabeza del cuerpo místico de Cristo en sentido amplio, y la unidad de Cristo con la Iglesia, como cabeza del cuerpo místico de Cristo en sentido estricto, en razón de su sacrificio redentor. La simple unidad de la cabeza con cada hombre y con todo el género humano que se realiza únicamente por la Encarnación, es sin embargo una unidad muerta considerada bajo el punto de vista de la redención subjetiva, de la justificación. Ella es simplemente fundamento material, disposición y condición de una unidad viva en el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, por la fe y el bautismo (22).
Los Padres de la Iglesia han expuesto también el misterio de la redención bajo la imagen del matrimonio. La aceptación de la naturaleza humana por el Logos la comparaban con un casamiento, y por ello no entendían por cierto solamente la unión con su propia naturaleza humana sino también con toda la naturaleza humana. En consecuencia, Cristo aparece como el Esposo de todo el género humano y éste como la esposa del Hijo de Dios. Sólo a raíz de la Encamación llegaron a ser uno en una carne (23).
De este matrimonio en sentido amplio, que sólo se realiza por la Encamación, se distingue el matrimonio en sentido estricto de Cristo, el Esposo, con su Esposa, la Iglesia. El matrimonio del Hijo de Dios con toda la humanidad es solamente un matrimonio virtual ordenado, o subordinado, al matrimonio formal de Cristo, el Esposo, con su Esposa, la Iglesia.
Scheeben explica: La unión con el género humano «es como un matrimonio virtual, en virtud del cual el Hijo de Dios podía ya derramar su Sangre tanto por la naturaleza humana como por su Esposa, a fin de volverla pura e inmaculada, apta para una unión santa con Él, y de nutrirla con su propia Carne y con su propia Sangre» (24).
El «matrimonio virtual» que se efectúa por la sola Encamación y sin intervención del hombre no significa en modo alguno la comunicación de la gracia divina, sino solamente la disposición de todo el género humano al «matrimonio formal» de Cristo, el Esposo, con su Esposa la Iglesia. Sólo el «matrimonio formal» que se produce con el libre consentimiento del hombre por la fe y la recepción del bautismo significa la aplicación de los frutos de la Redención, la comunicación de la vida divina y la incorporación a la Iglesia (25).
Sobre este trasfondo la exposición llena de imágenes del misterio de la redención hecha por el cardenal Wojtyla se revela como un difícil problema hermenéutico. El cardenal descuida las distinciones teológicas, que son sin embargo necesarias aún mediando el uso de un lenguaje gráfico. Él sugiere de este modo realidades dogmáticas que no existen. Así es que nos vemos obligados otra vez a analizar las declaraciones del cardenal a la luz de la enseñanza de la Iglesia y examinarlas de modo crítico.

2.4 Anotaciones críticas

Aún cuando la teología clásica trata del misterio de la redención utilizando las imágenes del primero y segundo Adán, de la cabeza y del cuerpo, del esposo y de la esposa, no descuida las diferencias fundamentales y necesarias entre redención objetiva y subjetiva. La terminología corresponde a la exposición gráfica, pero tiene en cuenta las diferencias.
Aún cuando la Encamación está representada como matrimonio del Logos con toda la naturaleza humana y que todo el género humano sólo en razón de la Encamación es calificado de «esposa de Cristo», queda sin embargo claro que se trata de un matrimonio «virtual» y de una «esposa de Cristo» radicalmente necesitada de redención, que está cargada con el pecado original y que por naturaleza es aún «pecadora». El calificativo «virtual» está referido al «matrimonio formal», la «esposa como pecadora» a la «esposa de Cristo» efectivamente redimida.
Sólo esta última es la Iglesia. Purificada en la sangre del cordero está «formalmente» desposada con su divino Redentor y Esposo. Adornada con todo el ornato de la gracia de su Redentor ella es también la esposa escogida para el banquete nupcial del cordero. Esta relación nupcial es válida únicamente por el hecho de que Cristo dirige su amor de Redentor y de Esposo a la esposa que se ha unido «formalmente» a Él, es decir, la Iglesia. El Cardenal mismo describe esta singular relación nupcial que Cristo mantiene con la Iglesia (págs. 124 y ss.), pero luego pone de relieve que este amor nupcial de Cristo por su esposa, la Iglesia, «se dirige a todo hombre» (pág. 130). De esta manera, extiende por principio la relación nupcial de la gracia, tal como ella existe entre Cristo y su Iglesia, a todo hombre y, con ello, a toda la humanidad. Él no hace distinción entre el amor del Redentor y Esposo de la humanidad y el amor del Redentor y Esposo de la Iglesia. Más bien pone énfasis en que se trata de un solo amor que se aplica a todo hombre y con ello a todo el género humano. De la misma manera que la Iglesia, la humanidad aparece como Sponsa Christi. La afirmación del Cardenal diciendo que el amor redentor de Cristo, esposo de la Iglesia, «se dirige» a todo hombre, implica, por consiguiente, de manera sutil la tesis de la redención universal.
En su exposición sobre el misterio de la redención expresado por las imágenes de cabeza y de cuerpo, de esposo y de esposa, el cardenal Wojtyla omite todas las distinciones que habrían permitido captar los diversos significados de esas imágenes y habrían expresado claramente el dogma de la universalidad objetiva de la redención y de la aplicación subjetiva a cada uno de los frutos de la redención en el proceso de justificación como es el caso de la teología clásica. La omisión total de distinciones imprescindibles no puede significar sino su negación silenciosa. Negación que se define por el empleo de la imagen de cabeza y de cuerpo, de esposo y de esposa, sin distinguir entre «sentido amplio» y «sentido estricto». Nosotros podríamos interpretar correctamente el «llamado»: «El Esposo está con vosotros» y Él «está con la Iglesia, está con cada hombre y con toda la familia humana» (pág. 120), podríamos interpretarlo justificadamente en un sentido unívoco: como expresión de la tesis de redención universal en la imagen de la vestidura mística del esposo y de la esposa.
En vista de que el Cardenal al utilizar las imágenes de cabeza y de cuerpo, de esposo y de esposa, emplea, sin la precisión teológica requerida, una manera de hablar que difícilmente corresponde a la teología tradicional, la última garantía sobre lo que él quiere decir debe ser sacada de la lógica interna de su propio tratado.
El cardenal Wojtyla comienza la meditación: «El Esposo está con vosotros» con la tesis: La muerte redentora de Cristo no fue sólo el «nacimiento de la Iglesia», sino también el «nacimiento sobrenatural del hombre», de todo hombre, y esto independientemente del hecho de que «él lo sepa o no, lo acepte o no». Se precisa además que en este momento el hombre ha adquirido una nueva dimensión de su existencia que San Pablo llama breve y terminantemente «Ser en Cristo» (pág. 117). Esto significa que todo hombre está objetivamente redimido y subjetivamente justificado. Por eso la humanidad, al igual que la Iglesia, es esposa de Cristo, por eso Cristo, esposo de la Iglesia, es también esposo de toda la humanidad. Decir que el amor de Cristo, Redentor y Esposo de la Iglesia, se dirige a todo hombre, es un modo gráfico de expresar la tesis de la redención universal.
Sin duda enseña el Nuevo Testamento y toda la Tradición que el Redentor del género humano ha derramado su sangre por todos y que su amor redentor es válido para toda la humanidad. Pero ¿puede decirse tan simplemente -sin una alusión siquiera a la necesidad de la fe y del bautismo para la salvación- que el Redentor del género humano demuestra su amor nupcial aplicándolo indistintamente a cada hombre, como lo hace para con la Iglesia, su esposa? Según el dogma de la Iglesia, la aplicación de los frutos de la redención a cada hombre en la obra de la justificación está, no obstante, ligada a la fe y al bautismo.
Sin duda el amor del Redentor que llegó «en entera y definitiva entrega» hasta la muerte en la cruz, vale para toda la humanidad. Pues toda la humanidad se encuentra por el pecado original en la desgracia y está radicalmente necesitada de redención (Rom. III, 9-20). Que el amor redentor de Cristo sea universal no significa, sin embargo, una renuncia a la fe y a la recepción del bautismo (cf. Jn. III, 16-21); al contrario, los exige ambos. En cada página del Evangelio Jesús exige la fe como condición de sus curaciones y milagros. El amor redentor universal tiene un carácter decisivo para el hombre, como lo da a entender con toda claridad la orden de misión del Resucitado: «El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará.» (Me. XVI, 16). Quien no toma en cuenta la seriedad divina y ardiente del amor redentor universal de Cristo, no sabe frente a quién está; ignora que en Dios la redención y la gracia de la salvación incluyen el principio de la libertad, precisamente porque se trata del amor entre Dios y el hombre (26). Incluso María tuvo que pronunciar su «Fiat» antes de llegar a ser la Madre del Señor.
El conocimiento de Cristo como centro de toda la creación, principio y fin de toda la historia humana, no es un nuevo descubrimiento del Vaticano II y de la teología moderna, que habla de un «Cristo cósmico» y que bajo ese título propaga sus teorías de la redención universal (27). La Iglesia ha sabido siempre que «todo ha sido creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de los muertos». (Col. I, 1718). La Iglesia siempre ha enseñado que toda la creación ha sido fijada en el Logos, que todo el género humano se remite a Cristo; ella siempre ha enseñado la universalidad objetiva de la redención. Estas verdades de fe eran las condiciones objetivas previas a su misión universal. Esta suponía, sin embargo, otra verdad de la Revelación bíblica: el estado de decadencia universal en el cual se encuentra cada hombre y toda la humanidad. (Rom. III, 9-20). La misión concreta de la Iglesia, instrumento y sacramento en la mano de su Señor, consistía, pues, en aplicar, conforme a la orden del Señor, los frutos de la Redención a cada hombre y a todos los pueblos. Se trataba en verdad del socorro y la «salvación de las almas».
Es en el sentido de la misión de la Iglesia y del Evangelio cuando el cardenal Wojtyla anuncia no sólo a la Iglesia sino a toda la humanidad el lugar supereminente de Cristo en la creación y la historia, y cuando insiste en la universalidad del amor divino redentor. Pero esto significa renunciar a lo que había sido hasta el presente su misión si no proclama toda la verdad. Esto requiere recordar la decadencia universal de todo el género humano a causa del pecado original, y la necesidad de la salvación a través de la conversión, de la fe y del bautismo. La proclamación de un «Cristo cósmico» en el sentido de una redención universal presenta la redención subjetiva y la aplicación de los frutos de la Redención en el proceso de justificación como cosas superfluas. Ello ya no hace comprensiva la necesidad de la salvación a través del bautismo, de la fe y de la Iglesia.
Pero el Cardenal se inclina de nuevo hacia el lado subjetivo de la Redención, del «Ser en Cristo» de cada hombre, en la siguiente Meditación de su libro con el título: «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (Capítulo XII, pág. 130). Nuestra pregunta es: ¿Se pone de manifiesto acaso en esta autocompren-sión del hombre también la redención universal?

Del axioma de la redención universal a la comprensión antropocéntrica de la Revelación

3.1 La Revelación en el texto conciliar y el comentario del cardenal Wojtyla


El cardenal Wojtyla comienza la meditación «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (Cap. XII), luego de una breve introducción, nuevamente con un texto clave de la Constitución pastoral Gaudium et Spes (ns 22), el cual comenta a continuación. Sobre el significado de ese texto conciliar en cuanto a la cuestión de «la salvación de muchos», Joseph Ratzinger se expresa de la siguiente manera: «Cuando se trata de la opinión del Vaticano II sobre la cuestión de la salvación de muchos, se debería en el futuro partir más bien del texto de Gaudium et Spes que da la Constitución de la Iglesia, que ha podido ser mejorado aquí en una medida significativa»
(28). Es eso exactamente lo que hace el cardenal Wojtyla. El nº 22 de Gaudium et Spes debe servir para apoyar su tesis de la aplicación a todo hombre del amor nupcial que Cristo tiene por su esposa, la Iglesia, como mensaje central del Concilio. Nosotros citamos la breve introducción del Cardenal (a), el texto conciliar extraído de Gaudium et Spes (b), y el comentario respectivo del cardenal Wojtyla (c), con sólo insignificantes abreviaciones (págs. 130 y ss.).

(a) Introducción del Cardenal:

«Como decíamos al terminar la meditación anterior, el amor de Cristo, el cual «amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef. V, 25; cf. Gál. II, 20), el amor del Esposo se dirige a todo hombre. Y es precisamente esta verdad la que el Concilio Vaticano II situó en el centro de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (…) Se trata del nQ
22 de la constitución Gaudium et Spes, que constituye la conclusión del primer capítulo de la misma constitución, y se titula «La dignidad de la persona humana». Leamos un fragmento:


(b) Texto conciliar extraído de Gaudium et Spes:

«En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom. V, 14), es decir, de Cristo nuestro Señor Cristo, que es el nuevo Adán, al revelar el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es la imagen de Dios invisible (Col. I, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et Spes – nº 22).

(c) Comentario del cardenal Wojtyla sobre este texto conciliar:

«… Sin entrar en una exegesis minuciosa del texto, que, por lo demás, es muy claro en su contenido, tratemos de indicar más bien lo que nos parece nuevo y sugerente.
Primero: El concepto del misterio del hombre, vinculado con el hecho de su «manifestarse» se sitúa ciertamente frente a dos tendencias, a dos concepciones…
(Se nombran aquí el racionalismo y el empirismo).
Segundo: El texto conciliar, aplicando a su vez al hombre la categoría del misterio, explica el carácter antropológico, o incluso antropocéntrico, de la Revelación ofrecida a los hombres en Cristo. Esta Revelación se concentra sobre el hombre: Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre», pero lo hace mediante la revelación del Padre y de su amor (Cf. Jn. XVII, 6).
Tercero: La Revelación no es una teoría o ideología. La Revelación consiste en el hecho de que el Hijo de Dios mediante su Encarnación se ha unido a todo hombre, se ha hecho, en cuanto Hombre, uno de nosotros: «En todo a semejanza nuestra, fuera del pecado» (Hebr. IV, 15).
Cuarto y último: Por la Encarnación del Hijo de Dios se ha puesto de relieve la gran dignidad de la naturaleza humana y, por el misterio de la Redención, se nos ha revelado el valor del hombre concreto (cf. 1Cor VI, 20), de tal modo que nos hace comprender hasta qué punto es preciso luchar para salvar su dignidad.
He aquí los puntos principales a los cuales se podría reducir la enseñanza del Concilio y, por tanto, de la Iglesia, sobre el hombre y su misterio, que sólo en Cristo puede encontrar su última y más profunda explicación»
(págs. 130 y ss.).

3. 2 Observaciones críticas

A propósito de la introducción del Cardenal (a).


En su breve introducción el cardenal Wojtyla declara que el texto conciliar siguiente, extraído de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes nº 22, prueba su tesis según la cual el amor de Cristo, esposo de la Iglesia, se dirige a cada hombre. El Vaticano II ha insertado esta verdad en el centro mismo de la Constitución Pastoral. Por consiguiente, la redención universal sería un mensaje central del Concilio.
Nosotros debemos sin embargo advertir que en el texto conciliar no se habla en absoluto del amor nupcial. El mismo Cardenal no vuelve sobre el tema esposo-esposa en su propio comentario.
¿Tal vez trata él de probar, o de precisar, gracias al texto conciliar la tesis de la redención universal que formaba en su meditación el núcleo teológico de la imagen mística del esposo y de la esposa? Tampoco éste es el caso. La redención universal no es demostrada, sino presupuesta, como algo evidente. El Cardenal no vuelve a hablar más en su comentario sobre el texto conciliar, de lo que, según sus propios términos, debía de haber contenido o probado como verdad central. Una sorpresa hermenéutica, que sin embargo no es la única (29).

A propósito del texto conciliar (b).

El Cardenal encuentra este extracto de Gaudium et Spes «muy claro» (cf. su comentario a este respecto). Lo que parece muy claro para el Cardenal no es, de ningún modo, claro desde el punto de vista de la teología clásica.
¿Qué significa, por ejemplo, esta frase del texto conciliar: «El que es la imagen de Dios invisible (Col. 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado»?
En el lenguaje bíblico y teológico, se entiende por «descendencia de Adán» a todos los hombres. Así, según ese texto, Cristo habría devuelto a todos los hombres la semejanza divina. «Similitudo divina» significa en efecto la semejanza sobrenatural de Dios (gratia gratum faciens). Como según ese texto, Cristo la ha devuelto a los «hijos de Adán», se podría interpretar esta afirmación del Concilio en el sentido de la redención universal: a todos los hombres ha sido concedida la semejanza sobrenatural de Dios.
Por otra parte, se puede comprender esta misma frase del Concilio solamente en el sentido de la universalidad objetiva de la redención. Es ciertamente así como la ha comprendido también la gran mayoría de los Padres conciliares. De redención universal sólo podría hablarse si el Concilio hubiera querido enseñar con esa frase no sólo la universalidad objetiva de la obra redentora, sino también la universalidad subjetiva de la realización en cada hombre de esta Redención, es decir, la atribución de los frutos de la Redención a todos los hombres. Las interpretaciones diferentes son igualmente posibles.
El texto conciliar contiene fuera de la mencionada falta de claridad una penosa «inexactitud» (cf. más abajo Ratzinger), que aparece inmediatamente si se la considera a la luz de la enseñanza clásica.
A continuación de San Ireneo, la Escolástica ha formulado la doctrina sobre el hombre, imagen de Dios, como un ejemplo clásico expresando claramente la doctrina de la Gracia, a saber, «la unión del hombre con Dios» como fruto de la Redención.
Según la enseñanza católica, «la unión del hombre con Dios» significa la «participación en la naturaleza divina» (2 Pedro I, 4). Bajo este concepto hay que comprender una unión física del hombre con Dios. Esta consiste, según una definición escolástica precisa, en una unión accidental, realizada por un don creado por Dios (gratia santificans), que une el alma a Dios y la vuelve semejante a Él. Por naturaleza, el hombre, siendo en su cuerpo como la encamación de una idea divina, es un vestigium Dei. Siendo su espíritu copia del espíritu divino, él es imago Dei. Pero por la Gracia santificante él es elevado a un grado superior, sobrenatural, de semejanza a Dios, él es similitudo Dei (30).
Según la doctrina católica, la similitudo Dei se perdió y la imago Dei se deterioró en los hijos de Adán – es decir, en todos los hombres – por el pecado original. Por la aplicación de los frutos de la Redención, en el proceso de justificación, lasimilitudo Dei (gratia sanctificans) que había sido perdida es restituida al hombre, y la imago Dei deteriorada es restaurada (gratia medicinalis).
El texto conciliar dice, por el contrario, que Cristo ha devuelto a todos los hijos de Adán la semejanza divina {similitudo) deformada (deformata) por el primer pecado. En consecuencia, la semejanza divina de ningún modo habría sido perdida como resultado del primer pecado, sino solamente habría sido alterada o desfigurada por él.
Sobre ese punto delicado pone el dedo Joseph Ratzinger en su comentario de este texto conciliar (1968). Allí leemos lo siguiente:
El empleo de la noción de similitudo para expresar aquí la restauración de la semejanza divina en el hombre pecador, habría podido parecer un eco de San Ireneo, quien con su diferenciación entre imago y similitudo ha abierto el camino a la diferencia que se ha hecho más tarde entre imagen natural y sobrenatural de Dios. Pero hablar de una similitudo que solamente está deformata, cuando según la enseñanza clásica la similitudo ha sido perdida y la imago solamente deteriorada, deja una impresión singular. De esta manera de expresarse, que debería ser calificada de inexacta, respecto al lenguaje de la Escuela Escolástica, es fácil de ver cuán poco ha querido el Concilio seguir con esos detalles técnicos del método escolástico, y cuánto le importó expresar fuera de dicha Escuela las verdades comunes y fimdamentales (31).
Agreguemos a este comentario de Ratzinger que en la diferenciación entre imago y similitudo no se trata sólo de una inexactitud «respecto del lenguaje escolástico» sino más bien respecto a un dogma fundamental de la Iglesia, base de toda la doctrina católica sobre la Redención. Es decir, la necesidad radical de la Redención de la que da fe la Biblia, para el hombre manchado por el pecado original y que el Concilio de Trento ha definido claramente con sus implicancias en el dogma del pecado original (32). La pequeña inexactitud «respecto del lenguaje escolástico» es en realidad una infracción con relación al dogma y la puerta abierta para las diversas teorías de la Redención universal.
A la inversa de Joseph Ratzinger, el cardenal Wojtyla encuentra ese texto del Concilio «muy claro» y en su comentario no alude en absoluto a la cuestión de la similitudo deformata. Esto es sorprendente porque el hombre imagen y símil de Dios tiene un lugar central en la teología del cardenal Wojtyla.
Recién hemos reproducido la definición precisa de las diversas formas de la semejanza de Dios en el hombre según la teología clásica y lo hemos calificado como un paradigma de la enseñanza de la Iglesia sobre la Gracia. Si el cardenal Wojtyla expresara claramente su pensamiento sobre el tema de la semejanza divina del hombre, nosotros sabríamos, de una vez por todas, lo que él entiende por «Redención universal» y se esclarecería finalmente el centro nebuloso de su teología. Esta es la razón de nuestra pregunta: ¿Se puede encontrar en los numerosos pasajes donde el Cardenal habla según el «lenguaje conciliar pastoral» de la semejanza divina del hombre, una definición bastante explícita para dar una claridad definitiva sobre ese punto central de su teología y excluir toda duda seria sobre su sentido exacto?
Una aclaración tal no tuvo lugar en las conferencias del retiro que el Cardenal predicó ante el Papa Pablo VI y los miembros de la curia romana y, por lo demás, tampoco hay que esperarla. Para tener una respuesta definitiva a nuestra pregunta debemos, pues, remitimos a otras publicaciones importantes. En la primera encíclica de Juan Pablo II Redemptor Hominis (nº 13), la doble noción imago similitudo Dei aparece en un lugar destacado y en un contexto que excluye cualquier duda seria sobre el sentido exacto de la declaración, y que expresa de manera clara, incluso «respecto del lenguaje escolástico», la tesis de la Redención universal. Allí se dice:
«Se trata pues aquí del hombre en toda su verdad, en sus plenas dimensiones. No se trata del hombre «abstracto» sino real, del hombre «concreto», «histórico». Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido incluido en el misterio de la Redención y Jesucristo está unido a cada uno para siempre, a través de ese misterio. Todo hombre viene al mundo siendo concebido en el seno materno y naciendo de su madre, yprecisamente a causa del misterio de la Redención – él es confiado a la solicitud de la Iglesia. Esta solicitud se extiende al hombre completo y está centrada sobre él de manera singular. El objeto de esta profunda atención es el hombre en su realidad humana única e imposible de repetir, en la cual viven intactas la imagen y la semejanza de Dios mismo (Gén. 1,27). Es esto lo que señala el Concilio cuando, hablando de esta semejanza, recuerda que «el hombre es la única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por ella misma» (Gaudium et Spes, nj 24). El hombre, tal como «querido» por Dios, «elegido» por Él, llamado, destinado a la Gracia y a la salvación, es el hombre «concreto», «el hombre real»; ese es el hombre en toda la plenitud del misterio en el que llega a participar por Jesucristo y del cual llegan a participar cada uno de los cuatro mil millones de hombres que viven sobre nuestro planeta desde el instante de su concepción cerca del corazón de su madre» (33).
Se podría comprender e interpretar todo ese texto en el sentido del dogma católico, excepto la frase que habla de la indestructible imagen (imago) y símil de Dios (similitudo Dei). Esa frase sin embargo representa el núcleo de toda la declaración. Se podría decir sin dificultad con la doctrina tradicional que «cada hombre concreto» está «incluido en el misterio de la Redención», que está «para siempre unido a Jesucristo a través de ese misterio», y que cada hombre «a causa del misterio de la Redención» es confiado a la solicitud de la Iglesia. Pero no se puede según la doctrina tradicional decir que en la «realidad única e imposible de repetir» de cada «hombre real, concreto, histórico» permanecen intactas la imagen de y la semejanza con Dios mismo. Porque el dogma del pecado original enseña la herida hecha a la imago y lapérdida de la similitudo Dei en la realidad concreta de cada hombre. La Redención presupone la condición pecadora en la cual se encuentra cada hombre desde el pecado original, condición que es abolida por la justificación del pecador. El Concilio de Trento define la justificación «como paso, o transición, del estado en el cual se encuentra el hombre nacido como hijo del primer Adán, al estado de la Gracia y adopción como hijo de Dios, por el segundo Adán, Jesucristo, nuestro Redentor» (Dz. 796). Es evidente que la frase decisiva del texto de la primera encíclica, al afirmar que en la realidad única e imposible de repetir de cada hombre concreto «permanecen intactas la imagen y la semejanza de Dios», es inconciliable con el Dogma de la Iglesia. Esta afirmación está en contradicción directa con la enseñanza del Concilio de Trento sobre la Justificación que consiste en que el hombre pase del estado en el cual se encuentra como «hijo del primer Adán al estado de la Gracia y de la adopción de los hijos de Dios por el segundo Adán».
La formulación de la primera encíclica, según la cual en la «realidad única e imposible de repetir» de cada hombre, «permanecen intactas la imagen y semejanza de Dios», va mucho más allá del texto conciliar que habla de una similitudo deformata. Pero no se trata sólo de esto. Esta afirmación que en cada hombre, desde el instante de su concepción, integra permanet imago et similitudo Dei ipsius, ¡hace pensar en el Dogma de la Inmaculada Concepción!
Nosotros podemos tener como hecho seguro que la afirmación que en cada hombre, desde el primer instante de su existencia, «permanecen intactas la imagen y la semejanza de Dios», presenta una clara definición de la tesis de la Redención universal que excluye toda duda razonable.
El vocabulario teológico tradicional empleado en esta teoría de la Redención universal, experimenta súbitamente un cambio de sentido apenas perceptible pero, no obstante, muy profundo. Para demostrar esto basta un solo ejemplo tomado del texto de la encíclica, citado más arriba. Allí se dice: que «todo hombre… a causa del misterio de la Redención, es confiado a la solicitud de la Iglesia.» Así lo ha visto también la Iglesia desde la época del Nuevo Testamento. Pues el Redentor del género humano ha vertido su sangre por todos los hombres. Pero de la universalidad objetiva de la Redención siguió para la Iglesia el mandato misionero «de hacer de todos los pueblos discípulos» y conducirlos a la obediencia de la fe y del bautismo (Mt. XXVIII, 18-20). Su misión era y sigue siendo en realidad la de aplicar no solamente a cada uno en particular sino también a las naciones, los frutos de la Redención universal objetivamente realizada.
Pero si todo hombre «concreto, histórico», desde el primer instante de su existencia está unido a Cristo por una unión sobrenatural, para siempre y de manera indisoluble, independientemente de que él lo sepa o no, lo acepte o no, él está entonces justificado y pertenece, de una u otra manera, a «la Iglesia»; pero en un sentido muy diferente él es «confiado a la solicitud de la Iglesia». La noción misma de Iglesia se ha transformado entonces fundamentalmente: si el Hijo de Dios por su Encamación se ha unido para siempre y de manera indisoluble a todo hombre, si «existencia en Cristo» ha llegado a ser la «dimensión religiosa de cada hombre», toda la humanidad forma, en y con Cristo, una unidad orgánica, un organismo naturo-sobrena-tural. La Iglesia coincide de esta manera con la humanidad «en el misterio de la Redención» y «del hombre», y el «dualismo» naturaleza y gracia, Iglesia y humanidad está en su principio mismo superado. La Iglesia Corpus Christi Mysticum y la humanidad Corpus Christi Mysticum no se diferencian más en su ser profundo que es el «Ser en Cristo», sino solamente según la «expresión» graduada de la forma en la que ellos se presenten.
El cardenal Wojtyla hace suya, por consecuencia, la conocida teoría del «cristiano anónimo» y del «cristianismo anónimo» (34).
Ahora que se ha comprobado que el cardenal Wojtyla sostiene la tesis de la Redención universal, nosotros estamos en condiciones de apreciar en sus declaraciones la mutación de sentido efectuada en el empleo del vocabulario teológico tradicional. La teoría de la Redención universal suministra la clave de la justa interpretación de lo que él piensa realmente.

A propósito del comentario del cardenal Wojtyla sobre el texto conciliar (c).

En su comentario de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (nº 22) el Cardenal no renuncia solamente a una «exégesis particular» de formulaciones que «hablan por sí mismas», sino también a la demostración anunciada por él en el sentido de que el Vaticano II había insertado en el centro de dicha Constitución la verdad del amor nupcial de Cristo hacia cada hombre. En lugar de esto, él persigue de improviso un objetivo bien diferente: lo que le interesa es el concepto de la Revelación en el texto conciliar, que debe estar también en íntima relación con el tema de la meditación «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». Además quiere llamar la atención sobre lo que ese texto contiene de «nuevo y sugestivo». Sobre este punto vamos a concentrar nuestro interés.
La interpretación del cardenal Wojtyla de ese texto del Concilio se verifica en cuatro partes:
En cuanto a la primera: Nadie contradirá la afirmación del Cardenal según la cual «el concepto del misterio del hombre»que se «revela» en Cristo, se opone al racionalismo y al empirismo. Pero la Iglesia siempre ha defendido esa concepción y no solamente lo hizo el último Concilio. ¿Significa esto lo nuevo y sugestivo anunciado en el texto conciliar?
En cuanto al segundo punto: el texto conciliar debe esclarecer, según la opinión del Cardenal, «el carácter antropológico, e, incluso, antropocéntrico, de la Revelación», aplicando al hombre el concepto de misterio.
Las palabras «antropológico» o «antropocéntrico» no se encuentran en el texto conciliar. El cardenal Wojtyla habla de un «carácter antropológico, o antropocéntrico de la Revelación» como de una evidencia teológica. Joseph Ratzinger, en cambio, recalca el aspecto cristocéntrico del mismo texto (35).
Por otra parte, la argumentación dada por el cardenal Wojtyla en favor de un supuesto «carácter antropocéntrico de la Revelación» que el texto conciliar debiera resaltar no es, de modo alguno, convincente. Se sabe muy bien que en teología la «noción de misterio» no es sólo aplicable al hombre sino a todos los misterios del cristianismo. Así, por ejemplo, al misterio de la Santísima Trinidad, de la Encamación, del pecado original y de la Redención, de la Iglesia y los sacramentos, de la justificación y los fines últimos. Se debería, por consiguiente, hablar de un carácter teocéntrico, cristocéntrico, eclesiocéntrico, justificaciocéntrico, etc., de la Revelación. El «misterio del hombre» tiene, evidentemente, en la teología del cardenal Wojtyla un significado muy especial.
Además, pasar del empleo «de noción de misterio para hablar del hombre» al «carácter antropocéntrico de la Revelación» parece una desproporción desmesurada. He aquí la explicación: «Esta Revelación está centrada sobre el hombre: Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, pero lo hace mediante la revelación del Padre y de su amor (cf Jn. XVII, 6-26)». Se trata de una tesis fundamental y de un alcance considerable. Sin duda la misma no derivó, en modo alguno, del texto conciliar, pero sí aclara lo que el Cardenal entiende bajo el pretendido «carácter antropocéntrico de la Revelación».
En cuanto a la tercera parte, la frase: «La Revelación no es una teoría o una ideología» afirma algo demasiado evidente. La teología clásica entiende por revelación propiamente dicha la Locutio Dei ad homine (36).
La definición del cardenal Wojtyla, según la cual «La revelación consiste en que el Hijo de Dios por su Encamación se ha unido a cada hombre, y que en cuanto hombre llegó a ser uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (Hebr. IV, 15)…», no es una interpretación fidedigna del texto conciliar que sólo dice que el Hijo de Dios se ha unido «en cierto modo» a todo hombre. El texto conciliar puede comprenderse sin dificultad alguna en el sentido de los Padres, que comparan la Encamación del Hijo de Dios a una «unión» o «enlace» con todo el género humano. Pero en tal caso, no se trata más que de un «matrimonio virtual», según el cual el género humano queda orientado hacia Cristo, y no de la aplicación de los frutos de la Redención o de la comunicación de la Gracia sobrenatural. Esta última sólo se realiza en el «matrimonio formal» de Cristo con su esposa, la Iglesia, la comunidad de los pecadores justificados (cf. más arriba 2.4 Anotaciones críticas). La definición del Cardenal no puede pues ser interpretada en el sentido de los Padres y de la teología clásica. Nosotros hemos demostrado que el cardenal Wojtyla entiende la unión del Hijo de Dios con cada hombre en el sentido de la Redención universal (cf. más arriba 2.4). Por eso su definición de la Revelación enuncia, respecto de toda la Tradición, una noción verdaderamente nueva. Ello suministra la clave para una comprensión adecuada de su concepto de la Revelación.
Desde la época del Nuevo Testamento, es una evidencia teológica que Dios se ha revelado a nosotros, los hombres, por la Encamación de su Hijo. Cristo no nos revela a Dios solamente por su palabra y sus obras, sino Él es también in persona la Revelación de Dios: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn. I, 14). Por eso se puede hablar del carácter cristocéntrico de la Revelación bíblica teocéntrica.
El cardenal Wojtyla dice no obstante algo muy distinto. Su definición no dice que: la Revelación consiste en que el Hijo de Dios se hizo hombre tomando carne de la Virgen María y ha revelado la gloria del Hijo único del Padre, en una palabra, la gloria de Dios. Sino que el Hijo de Dios por su Encamación se ha unido con todo hombre y que, como hombre, llegó a ser uno de nosotros. La diferencia con la formulación del Evangelio de San Juan es notoria: En el concepto de la Revelación según el cardenal Wojtyla el hecho interior de la unión oculta del Hijo de Dios con cada hombre corresponde al hecho exterior de la Encamación del Hijo de Dios llegando a ser uno de nosotros y nos explica, o nos «manifiesta», en tanto hombre, nuestra propia humanidad. Este cambio de acento señala de manera sutil el viraje antropocéntrico: la unión de Cristo con cada hombre por la Encamación es lo fundamental, el primer objeto en la noción de Revelación y la clave para la comprensión del «carácter antropocéntrico de la Revelación» puesto de relieve por el Cardenal.
El objetivo primario de la Revelación se deja ahora precisar claramente. Como hemos visto, para el cardenal Wojtyla es la unión del Hijo de Dios con todo hombre en razón de la Encarnación como un «matrimonio formal», real y sobrenatural, y una comunicación de la «existencia en Cristo». Esta unión es, por consiguiente, una realidad interna «sobrenatural» presente en cada hombre, puesto que en él, desde el primer instante de su existencia, «permanecen intactas la imagen y la semejanza con Dios mismo». Este hecho el Cardenal lo llama Revelación. Por eso él entiende la redención universal como el hecho fundamental de la Revelación.
Si la Revelación consiste en la unión de Dios con todo hombre, entonces la noción de Revelación misma es recíproca. Eso quiere decir que la Revelación del Hijo de Dios en el hombre es también la Revelación del hombre en el Hijo de Dios. Ya estamos en el punto culminante: «la existencia en Cristo» del hombre es idéntica a la plenitud y profundidad de la humanidad, del carácter humano, del hombre. Esto es exactamente lo que expresa la frase del Cardenal: «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».
Esta manifestación del hombre a sí mismo en y por Cristo, podría ser comprendida como un fenómeno puramente interior y subjetivo de la Revelación. El cardenal Wojtyla lo comprende también así. Escribe al respecto:
«Cristo, el Redentor del mundo, es quien ha penetrado de una manera única y absolutamente singular en el misterio del hombre y que ha entrado en su corazón» (37). Y también: «Cristo obra en el hombre» (38) «a través del Espíritu Santo, que actúa en todos los hombres» (39).
Pero en el comentario citado más arriba, él prosigue su razonamiento principal. Ahí dice: «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre pero lo hace a través de la Revelación del Padre y de su amor» (39a).
Por Revelación del Padre y de su amor hay que comprender desde luego la obra históricamente realizada por las palabras y las acciones de Jesús. Según ello, es preciso distinguir en el cardenal Wojtyla una revelación interior, ya existente en todo hombre en razón de la Encamación, y una externa, realizada por las palabras y acciones de Jesús.
La revelación externa está definida como un medio por el cual Cristo «aclara» al hombre el «misterio del hombre», es decir, sobre la realidad ontológica de «la existencia en Cristo» presente en todo hombre. Es el medio por el cual Él le «manifiesta» o le «hace tomar conciencia» de su auténtica humanidad. Pero aún una revelación externa comprendida como un medio para aclarar la existencia del hombre tiene per se un «carácter antropocéntrico».
Por consiguiente, el cristiano creyente no poseería frente al no cristiano «la existencia en Cristo», puesto que ésta debe ser común a todos los hombres, sino solamente el conocimiento ofrecido y revelado en Cristo de la naturaleza verdadera y profunda de la humanidad del hombre.
En cuanto al cuarto punto: la tesis de la Redención universal y la concepción antropocéntrica de la Revelación, transforman de manera casi imperceptible el vocabulario empleado por el cardenal Wojtyla. He aquí un nuevo ejemplo:
«Por la Encarnación del Hijo de Dios se ha puesto de relieve la gran dignidad de la naturaleza humana y, por el misterio de la Redención, se nos ha revelado el valor del hombre concreto, de tal modo que nos hace comprender hasta qué punto es preciso luchar para salvar su dignidad.»
A primera vista esta frase podría tener por autor a Joseph Matthias Scheeben. Pero, analizada más detenidamente, causa extrañeza la manera nominalística de expresarse, y también muestra la distancia que la separa de la teología clásica.
El Cardenal dice que por la Encamación del Hijo de Dios «la extraordinaria dignidad de la naturaleza humana se ha puesto de relieve». ¿«Puesto de relieve» solamente? En esta expresión se refleja la tesis que pretende que la similitudo Dei está ya presente de manera indestructible en todo hombre. Más adelante el Cardenal dice que «por el misterio de la Redención, se nos ha revelado el valor del hombre concreto».
¿«Revelado»
solamente? En esta frase del Cardenal se refleja la tesis según la cual el hombre ya está en posesión de «la existencia en Cristo», del fruto de la Redención. El «misterio de la Redención» significa no obstante algo más y algo más profundo que sólo la «revelación del valor de cada hombre». La mutación de sentido nominalista a través de la tesis de Redención universal es evidente.
Finalmente, el cardenal Wojtyla ve en los cuatro «puntos principales» de su comentario del texto conciliar el resumen de «la enseñanza del Concilio y, por consiguiente, de la Iglesia sobre el hombre y su misterio.»
La supuesta enseñanza central del Concilio «sobre el hombre y su misterio» es también el punto de partida de la teología de Karol Wojtyla. Esta coincidencia explica la firme convicción del Cardenal de que su teología no es otra cosa que la exposición de la enseñanza del Concilio Vaticano II. Y ya que una vez elegido Papa sostiene inalterable la misma teología, ésta adquiere una importancia decisiva para la Iglesia entera.

4. La noción de Revelación según Henri de Lubac, presente en el texto conciliar, y el comentario de Karol Wojtyla

Hay una similitud evidente entre la cristología y la eclesiología de Karol Wojtyla y la de Henri de Lubac. También en de Lubac Cristo se ha unido en la Encamación con toda la humanidad, todos los hombres tienen un vínculo orgánico que los ata a Cristo; Iglesia y humanidad forman una unidad orgánica. Los cristianos son para de Lubac sólo los «miembros formales» del cuerpo de Cristo. Ellos tienen el deber misionero de hacer el cristianismo accesible a los no cristianos (40).
Nuestra indagación sin embargo no tiene por objetivo demostrar las similitudes evidentes y las diferencias eventuales entre la teología de Karol Wojtyla y la de Henri de Lubac, sino la noción de Revelación. Por eso la pregunta que se hace es la siguiente: ¿Presenta la noción de Revelación de Karol Wojtyla algunas concordancias, similitudes o puntos de contacto con la de Henri de Lubac?
Para dar una respuesta precisa a esta pregunta, resumamos primero en algunas palabras la noción de Revelación según el cardenal Wojtyla.
Se lee en el comentario del Cardenal sobre el texto del Concilio citado más arriba, extraído de Gaudium et Spes (nº 22):«Mientras el texto conciliar aplica la noción de misterio al hombre, aclara sucesivamente el carácter antropológico, y hasta en un cierto sentido antropocéntrico, de la Revelación que en Cristo es ofrecida a los hombres. Esta revelación está centrada en el hombre: “Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, pero lo hace mediante la Revelación del Padre y de su amor (cf. Jn. XVII, 6-26)”».
Tenemos, pues, ante nosotros la siguiente relación: «El misterio del hombre» (es decir, la existencia en Cristo), es lo que Cristo «revela» o «manifiesta al hombre», y esto sucede «mediante la Revelación del Padre» (es decir, por la Revelación que Cristo hace de su Padre).
Esta relación fundamental en el concepto de la Revelación del cardenal Wojtyla coincide de manera llamativa con diversas exposiciones de Henri de Lubac.
En la exégesis de Henri de Lubac sobre la epístola a los Gálatas (1,15 ss.) se lee que San Pablo en esta carta ha pronunciado «una de las palabras más nuevas y más cargadas de sentido» que jamás han salido de la boca de un hombre, mientras dictaba: «Pero Dios, el que me segregó del seno de mi madre, me llamó para revelar en mí a su Hijo… (Gál. I, 15-16).» Lo extraordinario de esas palabras consiste, según de Lubac, en lo que el Apóstol dice: «no solamente de revelarme a su Hijo, de mostrármelo en una visión cualquiera, o de inducirme a comprenderlo objetivamente sino de revelarlo en mí. Revelando al Padre y siendo revelado por Él, Cristo permite al hombre revelarse por completo a sí mismo, tomando posesión del hombre, tomándolo y penetrando hasta el fondo de su ser, lo fuerza a él también a descender en sí mismo y descubrir regiones hasta entonces insospechadas. Por Cristo la persona es adulta, el hombre emerge definitivamente del universo» (4l).
El cardenal Siri ha mostrado con razón su asombro sobre el modo enfático con que de Lubac subraya ese «en mí», y dice:
«El Padre de Lubac dice que Cristo revelando al Padre y siendo revelado por Él, termina de revelar al hombre a sí mismo. ¿Cuálpuede ser el sentido de esta afirmación? O bien Cristo es solamente hombre, o bien el hombre es divino. Las conclusiones pueden no estar claramente expresadas, pero precisan siempre la concepción de lo sobrenatural implicado en la naturaleza humana, y de ahí, sin que se quiera conscientemente, se abre el camino en dirección del antropocentrismo fundamental» (42).
Se ha podido ver claramente que también para el cardenal Wojtyla la naturaleza humana implica lo sobrenatural (43). El habla ingenuamente del carácter antropocéntrico de la Revelación y de la misión de la Iglesia (44). La noción de Revelación de Henri de Lubac se encuentra en el cardenal Wojtyla hasta en los términos empleados.
Podríamos suponer también, sin temor a equivocamos, que la formulación de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (nº 22) se remonta, en resumidas cuentas, a Henri de Lubac.
La noción de Revelación es en teología el principio objetivo del conocimiento. ¿Podemos por eso hablar nosotros también de una «Nueva Teología» en el cardenal Wojtyla como en Henri de Lubac? Pío XII ha condenado ese género de teología en la Encíclica Humani Generis (1950). Entre los teólogos alcanzados por su veredicto se encontraba el Padre Henri de Lubac, promotor eminente de la «Nueva Teología» (45). Juan Pablo II lo ha elevado al cardenalato y, de esta manera, ha rehabilitado oficialmente su «Nueva Teología».

(*) Las citas del libro Signo de contradicción han sido tomadas de la versión castellana del mismo, publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos de EDICA S.A. (Madrid -1979, 3a edición) en traducción de Vicente M. Fernández Hernández.

Notas correspondientes al Capítulo III

(1) Las denominaciones tradicionales theologia naturalis y revelata son utilizadas en este capítulo solamente en el sentido de una distinción breve, analítica. Estas denominaciones no fueron utilizadas por el Cardenal Wojtyla.
(2) Cf. en cuanto a la representación perceptible, o visible, de esta noción en Asís mi artículo en Theologisches 6-9 (1987).
(3) El verbo griego «múein» significa cerrar la boca, los labios, los ojos. Se habla directamente de un «silentium mysticum». Con respecto al tema de «callarse», «mantenerse callado» en el Budismo-Zen, ver también H. M. Enomya-Lasalle, El Camino Zen hacia la Iluminación, 1960; también: Instrucciones-Zen, Munich, 1987.
(4) Esto debe haber pasado con los escritos sobre ética filosófica de Karol Wojtyla, por ejemplo. Conferencias de Lublin, Amor y Responsabilidad, Primacía del Espíritu, La Persona y la Acción. Todos estos trabajos demuestran la falta de una ontología verdadera.
(5) La disertación inaugural versa sobre Johannes vom Kreuz, el documento de habilitación sobre los fundamentos de la Ética de Scheler.
(6) Juan Pablo II dice en «Euntes in Mundim» por ejemplo: «Cada hombre está llamado, debido ya a su naturaleza humana, a participar no solamente en los frutos de la redención sino también en la propia vida de Cristo» (OR del 25.3.1988, pág. 7,12). «Estar llamado» por naturaleza significa también «ser capaz» por naturaleza.
(7) Gerhard von Rad, Teología del Antiguo Testamento (Munich, 1966) I, pág. 220 y ss.
(8) Obra cit., págs. 220 y ss.
(9) Obra cit., pág. 216.
(10) Ad Gentes 7.
(11) Carl-Martin Edsman, Misticismo, Histórico y Contemporáneo, en: Misticismo (Estocolmo, 1970), Sven S.Hartman y Carl-Martin Edsman, pág. 7: «Una experiencia evidente de la presencia de Dios es la base de todas las religiones». Cf. con respecto a toda la problemática mi «Teología de las Religiones», en: Abecedario Cristiano – hoy y mañana (Bad Homburg, 1987), Grupo 4, pág. 131-169.
(12) Arthur J.Deikman, Meditación Experimental, en: Journal of Nervous and Mental Disease, Vol.136, 1963, pág. 329-343.
(13) Fue justamente Johannes vom Kreuz quien destacó la necesidad de una postura crítica frente a una experiencia mística.
(14) También Teresa de Lisieux poco tiempo antes de su muerte.
(15) Denzinger 318, 827, 1096, 1294 y sig., 1376 y sig.
(16) Cf. Ludwig Ott, Compendio Dogmático (Freiburg, 1952), pág. 205 y sig., 253 y sig.
(17) Con respecto a la unidad de toda la humanidad en Cristo, en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, Juan Pablo II expresa lo siguiente: «La conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, de los “Hijos en el Hijo”, del presente y la acción creadora del Espíritu Santo, nos proporciona una nueva perspectiva y medida de interpretación» (OR del 26.2.1988, pág. 17, 40). El punto saliente de la concepción de salvación del Cardenal es que el plan de salvación eterno de Dios, que abarca a todos los hombres, de alguna manera ya se ha convertido en realidad en la historia.
(18) Cf. M.J.Scheeben: Obras Completas, (publicadas por Josef Hófer), Tomo II, Misterios del Cristianismo (Herder, Freiburg, 1951), pág. 295-356; Tomo V/1, Teoría de la Redención, pág. 406-426; Tomo V/2, pág. 196-226.
(19) Aquí según Los Misterios del Cristianismo, pág. 295-356.
(20) Obra cit., pág. 304-307.
(21) Obra cit., pág. 312.
(22) Obra cit., pág. 310-312.
(23) Obra cit., pág. 310.
(24) Obra cit., pág. 311.
(25) Obra cit., pág. 312.
(26) En la meditación sobre el misterio de la «Anunciación» el Cardenal dice en la pág. 49: «En cierto sentido – pero absolutamente realDios aguarda la elección personal del hombre. Porque la libertad es condición indispensable del amor y de la entrega a Dios». Sin embargo, este pensamiento no surge en relación con la decisión de fe necesaria para la salvación.
(27) Para el desarrollo de la teología evangélica y católica, ver mi Teología de las Religiones, en: Abecedario Cristiano – hoy y mañana, Eckhard Lade, Edición H. Schaefer, Bad Homburg (1987), Grupo 4, pág. 142-152.
(28) Ver mi comentario sobre Gaudium et Spes, Art.22, en LThK, Tomo 14, pág. 353 y sig.
(29) Cf. pág. 67.
(30) Ludwig Ott, Compendio Dogmático (Freiburg, 1952), pág. 296.
(31) LThK, Tomo 14, pág. 350.
(32) Denzinger 787-810; 811-843.
(33) Publicaciones de la Sede Apostólica, editadas por el Secretariado de la Conferencia de Obispos Alemanes (1979), pág. 26 y sig. AAS 71 (1979), pág. 283 y sig.
(34) Cf. Karol Wojtyla, Andrzej Szostek, Tadeusz Styczen, La lucha por el hombre (Kevelaer 1979). En la introducción al libro el cardenal Hóffner expresa: «Los tres trabajos representan aquella tendencia dentro del campo de la antropología filosófica y ética en la que avanzan Karol Wojtyla y sus discípulos» (pág. 5). En el trabajo de Tadeusz Styczen, Sobre la independencia de la Etica, (pág. 111 y sig.) podemos leer en la Nota 6 (pág. 170): «La tesis del cristianismo anónimo de los no cristianos es una tesis correcta en sí pero la manera en que está utilizada no puede constituir la base de un diálogo fructífero». Es decir, se aprueba la tesis pero se critica la forma de diálogo basada en la misma.
(35) En el comentario sobre el Art. 22 (LThK Tomo 14), pág. 350: «Se puede afirmar que ésta es la primera aparición de un nuevo tipo de teología cristocéntrica en un texto académico, ya que al hablar de Dios, las consideraciones referentes a Cristo se extienden también a los hombres descubriendo, de esta manera, la unidad profunda de la teología». El cardenal Ratzinger dice al respecto que el carácter profundamente humano de cada hombre está determinado «cristológicamente» (pág. 350). Pero este pensamiento ha estado siempre presente en la Iglesia desde tiempos inmemoriales. Lo que pasa es que el «cristocentrismo» se convierte en «antropocentrismo» a través de la tesis de la redención universal, siendo éste el caso del cardenal Wojtyla.
(36) Cf. Denzinger, Index Systematicus, término Reve latió, pág. (7).
(37) Cf. Encíclica Inaugural, No.8, pág. 16 y sig.
(38) Obra cit., y Dives in Misericordia, No.2.
(39) Cf. Encíclica Inaugural, No. 18, pág. 44 y sig.
(39a) El texto conciliar en latín dice: «in ipsa revelatione mysterii Patris»; en la traducción italiana: «proprio rivelando il mistero del Padre»; y en el caso del cardenal Wojtyla: «ma lofa per mezzo della Rivelazione del Padre».
(40) Cf. el panorama descrito por Herbert Vorgrimler, Henri de Lubac, en: El balance de la teología en el Siglo Veinte, Teólogos pioneros, Ed. Herbert Vorgrimler y Robert Vander Gucht (Freiburg-Basel-Viena, 1970), pág. 199-214.
(41) Catholicisme, les aspects sociaux du dogme (París, 1947), pág. 295 y sig. (Según Cardenal Joseph Siri, Gethsemani (Aschaffenburg, 1982), pág. 59 y sig.
(42) Siri, obra cit., pág. 60.
(43) Cf. obra cit., pág. 109-110.
(44) Cf. pág. 101, «La misión antropocéntrica de la Iglesia»: ver Dives in Misericordia, No. 1.
(45) Con respecto al intento de justificación de Lubac, ver Herbert Vorgrimler, obra cit., pág. 208 y sig.

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Capítulo IV - La nueva teología del cardenal Wojtyla. Primera vista de conjunto.

Texto no disponible en lengua castellana. Se puede leer la versión francesa aquí, a partir de la página 29:

« L'étrange théologie de Jean-Paul II et l'esprit d'Assise » - Partie …

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EL ITINERARIO TEOLÓGICO DE JUAN PABLO II HACIA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN DE LAS RELIGIONES EN ASÍS - Johannes Dörmann.
Título del original alemán: Der theologische Weg Johannes Pauls II. zum Weltgebetstag der Religionen in Assisi - Sitta Verlag - Senden / Westf (1990).
Versión castellana de:
Gertrudis Weisskopf de Kakarieka (Santiago de Chile), por el texto; Ladislao Emilio Haden (Buenos Aires), por las notas y la revisión general.
ISBN Ne 950-99434-1-X Obra completa. ISBN Ne 950-99434-2-8 Volumen I.
...................................................................................................

Fuentes:

I.
adelantelafe.com/itinerario-teologico-juan-pablo-ii-hacia-asis-i/ - adelantelafe.com/itinerario-teologico-juan-pablo-ii-hacia-asis-ii/ - adelantelafe.com/itinerario-teologico-juan-pablo-ii-hacia-asis-iii/

II. 1º PARTE: EL ITINERARIO TEOLOGICO DE JUAN PABLO II HACIA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACION DE LAS RELIGIONES EN ASIS - 2º PARTE: EL ITINERARIO TEOLOGICO DE JUAN PABLO II HACIA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACION DE LAS RELIGIONES EN ASIS - 3º PARTE: EL ITINERARIO TEOLOGICO DE JUAN PABLO II
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El itinerario teológico de Juan Pablo II hacia la Jornada Interreligiosa de Asís.
kaoshispano1
IMPUESTA por la masoneria VATICANA post el CVII.
Fran sssss ddddd
Juan Pablo II fue un criptojudío infiltrado en la iglesia para destruirla.
carlos roberto maraveles perez
buena respuesta al juanpablismo !!! veremos si eneste aso puede mas la fantasia y la devocion a un personaje nefasto que a la verdadera Fe.
Miles - Christi
@antonio lopez ¿Noticia basura? De ninguna manera. Se trata de un libro escrito por un sacerdote en el que expone con lujo de referencias la herejía de la salvación universal enseñada por Wojtyla. Le recomiendo vivamente su lectura...
antonio lopez
No me entra en la cabeza el que un sacerdote pueda meterse con San Juan Pablo II. Respecto al tema en cuestión, sin conocerlo por mi parte, intuyo que saca las cosas de contexto e inventa una mala fe o intención por parte del santo papa, para montar una historia, pero Dios pone en claro las intenciones de cada corazón. San Juan Pablo II hace milagros, el sacerdote escritor, que hace?. Así nos va.
Miles - Christi
Créame que comprendo su malestar. Si yo no estuviese al tanto del modernismo infiltrado en la Iglesia de manera oficial desde el CVII, y esto en las más altas esferas, me ocurriría exactamente lo mismo. Le pido disculpas por apenarlo con la noticia, y espero que no vaya a ser para usted ocasión de escándalo. Pero la realidad es ésta, lamentablemente. El libro está perfectamente referenciado y …Más
Créame que comprendo su malestar. Si yo no estuviese al tanto del modernismo infiltrado en la Iglesia de manera oficial desde el CVII, y esto en las más altas esferas, me ocurriría exactamente lo mismo. Le pido disculpas por apenarlo con la noticia, y espero que no vaya a ser para usted ocasión de escándalo. Pero la realidad es ésta, lamentablemente. El libro está perfectamente referenciado y la argumentación es concluyente. Sé que esto no es algo agradable al oído, y menos aun, un recreo para la vista. No obstante, si puede y quiere, le sugiero hacer una lectura desapasionada, dado que es un texto altamente instructivo acerca de la situación eclesial actual, y además, podrá comprobar que los enemigos de la Fe, a veces, lucen atuendo de cordero...
carlos roberto maraveles perez
Y además este teólogo nunca fue tradicionalista ni desconocía a Juan Pablo II, a pesar de su denuncia.
antonio lopez
Miles: por mi parte llevo décadas siguiendo y estudiando el tema, creo tener gran biblioteca. También, como usted, se de lo que hablo. Repito que da pena e inquieta la mentalidad de muchos.
antonio lopez
Cómo es posible esta "noticia" basura en este portal?
carlos roberto maraveles perez
basura ? mas pertinente que nunca. Basura es el antimagisterio de Wojtila y Ratzinger
carlos roberto maraveles perez
Wojtila no hace milagros. Es publicidad y como publicidad fue su ´´pontificado´´. Antes de nada ¿ has contrastado las afirmaciones de Wojtila vs el Magisterio ? la realidad es bastante cruda, deja de fanatizarte con el ´´magno´´.
Loris Bari
Woytila cometió un error en Asís, o fue obligado porque el Papa no manda en Vaticano. El poder ejecutivo está en manos de la Comisión Pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano, a cargo del presidente del Governatorato. Por esa razón los ortodoxos de oriente pretenden sea excomulgado, pero un error no quita la figura magna que fue Juan Pablo II ni el padre de la Iglesia que fue Benedicto …Más
Woytila cometió un error en Asís, o fue obligado porque el Papa no manda en Vaticano. El poder ejecutivo está en manos de la Comisión Pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano, a cargo del presidente del Governatorato. Por esa razón los ortodoxos de oriente pretenden sea excomulgado, pero un error no quita la figura magna que fue Juan Pablo II ni el padre de la Iglesia que fue Benedicto XVI (a nivel de San Gerónimo y San Agustín). Ustedes juzgan el partido desde el sillón de su living y no están capacitados -ni fueran capaces- de jugar en la cancha. Es que son unos flojos, no oran ni hacen caso a Jesús o a la Virgen, por eso Dios mandó un 'chanta' para que se pierdan; el Exterminador" => Pagará por mentir sobre Fátima
carlos roberto maraveles perez
error ? seamos serios, se llama HEREJIA y inmediata consecuencia despues de cometerla es la pedida del oficio Papal, si acaso alguna vez lo retuvo, dado que Wojtila tiene comprobables herejias desde antes de eleccion. Si acaso la herejia de Asis te parece discutible, en Wojtila pueden encontrar decenas de ellas, ademas de su adhesión explicita e historica de las herejias del CVII. Razyonger tampoco …Más
error ? seamos serios, se llama HEREJIA y inmediata consecuencia despues de cometerla es la pedida del oficio Papal, si acaso alguna vez lo retuvo, dado que Wojtila tiene comprobables herejias desde antes de eleccion. Si acaso la herejia de Asis te parece discutible, en Wojtila pueden encontrar decenas de ellas, ademas de su adhesión explicita e historica de las herejias del CVII. Razyonger tampoco tiene remedio ¿ quieres entrar en materia y hechar un vistazo a us grotescas herejias o decidiras seguir viviendo en la fantasia maliciosa de creerlo un santo ? es una fantasia pecaminosa.
carlos roberto maraveles perez
Redirige tus oraciones a pedir por tu Fe que, evidentemente, estas en vias de perder por tu afición a autores y personajes tan nefastos.
Un comentario más de carlos roberto maraveles perez
carlos roberto maraveles perez
Antonio López ¿ porque tu fascinación por Wojtila ?
carlos roberto maraveles perez
y Benedicto tambien, es la herejia central del CVII
Miles - Christi
Es el denominador común de todos los modernistas, por eso Ratzinger también convocó a las "grandes tradiciones religiosas" a "rezar por la paz" en Asís, como luego lo haría Bergoglio...
Loris Bari
El CVII lo convocó un masón, y lo termi ó un masón impostor; con el cual remplazaron a Pablo VI. Pero no fué un error, porque corrigió muchas cosas concernientes con la contrarreforma; el problema es qus los masones introdujeron muchas artimañas del diablo aprovechando esta opurtunidad. Ratzinger querria reformar la Iglesia pero con el Espíritu Santo, mas la masonería no lo permitió y persigue …Más
El CVII lo convocó un masón, y lo termi ó un masón impostor; con el cual remplazaron a Pablo VI. Pero no fué un error, porque corrigió muchas cosas concernientes con la contrarreforma; el problema es qus los masones introdujeron muchas artimañas del diablo aprovechando esta opurtunidad. Ratzinger querria reformar la Iglesia pero con el Espíritu Santo, mas la masonería no lo permitió y persigue la Renovación Católica Carismática; la cual es el mover de Dios Espiritu Santo en la Iglesia Católica (nada de nuevo en realidad, sino volver a cómomera cone el primer Papa Pedro). Y ver => Masones en la Iglesia
carlos roberto maraveles perez
Las teorias conspiranoicas de los impostores es por demas absurda y atenta contra la inteligencia de cualquiera. Si el CVII lo convoco el mismo mason que lo presidio ¿ que validez puede darle al concilio ? La Iglesia ruinosa que conoces es obra de Ratzinger en gran medida. Las herejias destruyen a la Iglesia y el trabajo incansablemente para propagarlas.